Recuerdo que Pierre apenas podía contener la risa. Mi dueño, enfurecido hasta decir basta, metió mano en esa mochila suya de donde no paraban de salir cosas, y sacó unas esposas, diferentes de las que le habían servido para atarme al árbol, y me esposó las manos a la espalda. Tras las hostias las cosas habían vuelto a ponerse en su sitio, ahora era yo, otra vez, el sometido; sin las esposas lo habría sido también. Salí a empujones de la tienda y se me ordenó ponerme de rodillas cerca de la piedra en donde les había comido los pies. Creí que me daría una buena tunda, pero no estaba asustado, lo que estaba era rendido, entregado, era suyo y era lógico que después de lo que había pasado, me castigara. Después de la sorpresa previa y a pesar del morbo de la situación mi polla volvía a estar fláccida y sin consistencia alguna. Yo miraba al suelo humildemente esperando la correa y solo pensaba en que, por favor, no me pegara con la hebilla demasiado fuerte. De repente pareció que el cielo se abría, y nunca mejor dicho, pues una lluvia áurea empezó a caer sobre mi cuerpo, primero por el pecho, luego en la cara, en los hombros. Levanté la vista a la vez que se me levantó la polla de una manera brutal, se me puso durísima, mientras, veía a “mi angel” subido en su pedestal con sus rodillas y pelvis inclinadas hacia delante. Su sonrisa me pareció la sonrisa de los dioses aunque seguro que la mía no dejaría de ser patética. Me encantó la humedad de la lluvia sobre mi cuerpo, y en especial sobre mi cara. El rio dorado expelido por el mejor caño corría ansioso y generoso por todo mi cuerpo abajo. Era como un torrente fluyendo de manera impetuosa, y golpeando en mi pecho, en mi cara, en mis brazos. Después de un tiempo el torrente se transformó en una lluvia mansa que corría tranquila y apacible como un suave rumor. Cómo me habría gustado disponer de mis manos para habermelo esparcido por todo mi ser. Mi cuerpo se erizó, los pelos se me pusieron de punta, la carne de gallina. Su simple presencia me seducía, estaba tan embargado por ella, contemplándolo con amor infinito, con tal sentimiento de alegría que me habría echado en sus brazos de haber podido, en una unión mística, fundiéndome con mi dios, no sólo en una mera y vulgar unión carnal sino en unión espiritual. Estaba en éxtasis. Me tenía dominado de una manera violenta, poderosa, bestial. Sólo las esposas pudieron detener mis ímpetus, refrenar mi pasión, me habría dejado poseer por él de una manera brutal, más aún, me habría dejado matar. En ese momento comprendí el comportamiento del macho de las arañas viudas. Fue maravillosa esta experiencia mística. Tenía cautivado los sentidos, nunca había disfrutado de tantas sensaciones y estímulos. Creí estar en el paraíso, en el jardín de las delicias, y en aquel tiempo de paz y sosiego donde los hombres gozaban de los placeres de la carne, de todos los placeres, sin trabas ni cortapisas. Y creí estar en el cielo, postrado de rodillas ante la presencia de Zeus,-o de Príapo, da igual- grandioso, fogoso, magnífico, gozando como una nueva Danae, tan abierto como ella, ante la sagrada voluntad de mi dios. Gocé de un enorme placer, sentí emociones increibles, me conmocioné incluso, hasta el punto de sufrir un ligero aturdimiento que enseguida pasó. Mi ídolo -mi becerro de oro- estaba satisfecho de su propia obra, de lo que había conseguido conmigo, de la realización de su propia acción. Yo no veía que mi dignidad sufriera menoscabo alguno por aquel hecho, le miraba fijamente a los ojos, me sentía trremendamente feliz. De rodillas y con las manos atadas a la espalda estaba en la perfecta posicion natural que le corresponde a un esclavo como yo, listo para satisfacer sus caprichos, para arrastrarme por el suelo ante mi dios, sin orgullo, sin soberbia, sin envanecimiento alguno, nada importaba, todo estaba bien, todo estaba como debía estar, donde debía estar. Como ya he dicho el rostro del “becerro de oro” reflejaba gran satisfaccion, como disfrutando del placer que produce una gran corrida interminable al estilo taoísta. Sus ojos me hipnotizaban al compás del suave murmullo de la lluvia dorada. Por eso, no lo dudé cuando me ordenó que, con celeridad, abriera mi boca para poder recibir aquel licor suavísimo, aquel néctar propio de los que son como él. Por eso también yo, en ese momento, me sentí un dios por recibir en mi boca lo destinado sólo al uso y regalo de los seres supremos. Y al sentirme como tal, tan húmedo, con la cabeza levantada, con la boca abierta, mi polla empalmada y mis manos encadenadas, mi rostro le miraba vibrante de insolencia, de descaro, insultante, casi ofensivo y mi mirada luminosa en absoluto desmerecía a su resplandor, o quizá era su propio reflejo, quien sabe. Como ya he dicho todos los sentidos los tenía cautivados disfrutando de mil sensaciones: Oí aquella cascada, primero fuerte y excesiva, después suave, como un susurro dulce, melodioso y rítmico, agradable al oído como la mejor sinfonía. Sentí su cálido deslizamiento, su ardor incluso, por todos los poros de mi cuerpo que me remozaba y rejuvenecía. Percibí el olor que exhalaba la lluvia de mi ídolo que me pareció mejor que la fragancia de los pinos que nos rodeaban, que el aroma del mejor perfume, aquel que se realiza con mil flores de variadas clases. Vi su exuberancia solo comparable al de las más sublimes estatuas griegas. Y mirando desde abajo desde donde debe mirar un ser insignificante como yo, vi a mi becerro, esplendoroso en su pedestal, le vi sobre aquella atalaya bien defendida, con un arma enorme, fuente de las mayores delicias, que la hacía inexpugnable, le contemplé con admiración. Yo me encontraba subyugado, embelesado, arrebatado. Vi cómo mi dios realizaba un arco perfecto con lo que expelía su cuerpo, dejando caer su preciada lluvia sobre mí, de manera precisa, atinada, acertada, sin desperdiciar nada de su preciado licor. Impresionante por su belleza, recuerdo que pensé que, en esa posicion, debería se esculpido en mármol, por su bendita perfección. Parecía que todo mi ídolo despedía rayos de luz, estaba esplendoroso, su cara radiante, su enorme falo resplandeciente, tenía alrededor un halo formado por puntos de luz extraordinariamente luminosos, como pequeñas estrellas brillantes y parpadeantes, del que yo también formaba parte, también a mí me llegaba su aura, también a mí me embargaba su luz. Paladeé y saboreé aquel elixir deleitoso al espíritu, aquel agua de angeles espumosa y burbujeante. Desde la altura del enorme caño caía aquel licor gustoso, mejor que cualquier bebida espiritosa, más rica que el mejor cava, que el mejor Moet et Chandon. Echando la cabeza hacia atrás sacaba la lengua para no perder ni una sola gota de aquel elixir pero la luz deslumbradora de mi becerro me dificultaba la tarea. Con mi boca abierta paladeaba ese líquido sabroso, con el color del mejor topacio imperial, melado, aunque en absoluto empalagoso y mucho menos nauseabundo. Pero lo mejor de todo era que yo estaba allí, postrado de rodillas ante él, adorandolo, y no sé cómo ocurrió pero recuerdo que en algún momento empecé a llorar de felicidad. Después de tantos años de aquel éxtasis, me pregunto todavía sorprendido porqué, aún hoy, cada vez que paso por cualquier callejón húmedo y maloliente, o al lado de vallas o muros sucios y asquerosos donde alguien ha orinado, y me llega ese olor nauseabundo que me produce arcadas, porqué, digo, siempre me vienen a la cabeza aquellas experiencias y me acaban provocando irremediablemente el vómito? *Quienes lo han probado dicen que bastan un par gotas de belladona para, aparte de ver los objetos más grandes de lo que son, ver sucesiones de puntos luminosos en forma de lluvia de oro; se le llama Alucinación-Danae