Nos besamos en la cama, desnudos. Nuestros cuerpos se funden más allá de nuestros brazos. Se funden nuestras piernas, se funden nuestros labios.
Se separa un instante, apenas un segundo, y se sienta sobre mí. El olor de su erección perfuma mi rostro y mis ojos se maravillan con la perspectiva. La tomo entre mis dedos y me sonríe; la acerco a mis labios y es incapaz de contener un gemido.
Gira la cabeza hacia atrás, mientras mueve su cadera a un ritmo suave, follándome la boca. ¿Cómo he podido vivir sin esto antes?
La saca de la boca. Una cara con mirada gélida como enérgica protesta. Pero su sonrisa la templa: sé lo que planea, sé que va a ser aún mejor. Gira sobre mí. Su polla, sobre mis labios, la mía, a su alcance.
Su aliento recorre mi erección y se funde con suavidad en el sube y baja de su boca. El placer me paraliza, pero me zafo ingiriéndole. El sabor salado de su pre-semen me saca gemidos sordos que reverberan contra él.
Grito, ahora con toda mi voluntad. Grito gritos sordos. Casi no queda espacio para emitirlos. No sé quién es el yin y quién el yang. Sí sé que, en la oscuridad, nos hemos regalado toda nuestra luz.