Buscando para coger
A mis diecinueve añitos y con el aspecto de un chico de dieciséis, se me presentó de golpe una situación a la que no estaba acostumbrado,
cual fue el tener que salir a buscar alguien que me cogiese;
aquellos chicos del barrio y mis compañeros de colegio, quienes hasta no hacía mucho tiempo atrás disfrutaban (al igual que yo obviamente) de todas las bondades de mi hermosa y por demás femenina cola, ya no estaban disponibles por diversos motivos.
Hubiese sido relativamente fácil salir a buscar sexo con todos los medios actuales,
llámense Internet, telefonía celular, pornografía, toda la gama de prostitución y también la cada vez más evidente apertura y aceptación por parte de la gente, hacia las nuevas opciones y condiciones sexuales,
pero hace un poco más de dos décadas atrás, todo ello era inexistente y máxime aún en este sureño y distante Comodoro Rivadavia.
Después de recorrer, observar e indagar discretamente,
ubiqué dos zonas en las que a priori había «oferta y demanda» de sexo;
una era la Terminal de Ómnibus, en pleno centro de la ciudad y la otra estaba en la denominada «zona de la avenida Alsina» o «La Loma», como le dicen los antiguos pobladores y una vez resuelto el primer problema,
se me presentó otro, que fue el descubrir la manera de hacerles notar a los demás, mi «disponibilidad» en materia de sexo.
Rubiecito, de cabello lacio, largo y peinado con raya al medio, de piel exageradamente blanca, ojos claros y sobre todo una «parte trasera» absolutamente femenina, con la que la «madre naturaleza» me había agraciado durante mi etapa de desarrollo hormonal,
yo era seguramente un «caramelito» para aquellos que gustan de comerse a ese tipo de «pendex», pero para eso tenía que mostrarme, exhibirme, incitar y provocar; en síntesis, tenía que aprender a ofrecerme sexualmente.
Una noche, en la que estaba muy, pero muy caliente, añorando sobre todo esos años no muy lejanos en el tiempo, en los que no pasaba más de tres o cuatro días sin ser cogido por algún chico, decidí salir a la calle a buscar sexo y me dirigí hacia la zona de la Terminal de Ómnibus; el colectivo al que ascendí iba bastante lleno de pasajeros, lo cual me sorprendió un poco por el horario, pero como era viernes supuse que tal vez irían a dar una vuelta por el centro o algo así.
Estaba con todos mis sentidos puestos en lo que haría al llegar a «La Terminal», cuando observé a uno de los pasajeros, un muchacho de unos veinticinco o treinta años, mirando de reojo mi «parte trasera»; ocurrió al respecto que yo me había puesto un ajustadísimo pantalón de hilo, bien ceñido a la cintura y llevaba un diminuto slip bien metido dentro de mi profunda «zanja», por lo que se me marcaba a la perfección el contorno, la forma y el tamaño de mis carnosos «cachetes».
No pasaron un par de minutos cuando, al girar yo la cabeza adrede hacia el lado contrario, empecé a sentir un suave, pero a la vez firme «apoyo» a la altura de mis nalgas; obviamente se trataba de aquel muchacho quien, ante el constante ascenso y descenso de pasajeros, fue corriéndose de lugar hasta quedarse parado detrás de mí y aprovechando también el «traqueteo» del colectivo, empezó a apoyarme cada vez con más descaro.
De la misma manera que es fácil notar, por ejemplo, al tocarle la cola a una mujer por encima de su vestido, pollera, pantalón o lo que lleve puesto, determinar el tipo de prenda interior (calza, culotte, vedetina, tanga, etc.), seguramente aquel muchacho, después de haberme «apoyado» ya en forma constante, intuyó que yo o no tenía nada debajo del pantalón, o lo que tuviese puesto, lo tendría metido dentro de la «raja», en medio de los «cachetes».
Mi absoluto silencio como el no intentar en ningún momento «zafar» de esa situación, hizo que el muchacho interpretara eso como una manera de asentimiento, por mi parte y directamente se quedara «pegado» a mi «traste»; para colmo yo empecé a aprovechar también cada movimiento brusco del col
ectivo y ante cada «apoyada», respondía con un «culazo» al punto tal que ya comenzaba yo a sentir el cambio de tamaño de ese «bulto» apoyado detrás de mí.
Si bien no era la primera vez que me «apoyaban» en un colectivo, si lo era en cuanto a que, aquel muchacho, estaba literalmente cogiéndome y siguió haciéndolo hasta que llegamos a la Terminal de Ómnibus, lugar en el que me dispuse a descender no sin antes sentir una mano en medio de mis «cachetes»; si antes de salir de mi casa estaba «caliente», después del viaje la temperatura de mi cuerpo había subido a las nubes, así que en una reacción casi involuntaria, le sonreí a mi «apoyador» y con un ligero movimiento de cabeza, lo invité a que me siguiera.
Ya dentro de «La Terminal» empecé a caminar por una de las galerías sin dejar de mirar discretamente hacia atrás, para observar si el muchacho me seguía y como efectivamente ello ocurría, una por demás placentera sensación comenzó a invadirme por completo, ya que sentía como que me estaba exhibiendo, mostrando, provocando y ofreciéndome; para colmo empecé a imaginar que toda la gente allí intuía lo que yo estaba haciendo y eso me gustaba más aún.
Como había demasiados «moros en la costa» allí adentro, salí y me senté en un banco el que elegí por estar ubicado en un lugar oscuro y más o menos reservado; el muchacho pasó un par de veces frente a mí hasta que se sentó a mi lado y después de unos breves instantes de silencio, me preguntó: – ¿Viajás a algún lado o venís a esperar a alguien? – ¡No! Solo vine a dar una vuelta por acá.
Le respondí mientras me cruzaba de piernas, entonces el muchacho volvió a la carga y me dijo: – ¡Está linda la noche, eh! ¿Querés ir a dar una vuelta por la Costanera? – ¡Bueno! ¡Vamos!Le dije y ambos nos levantamos al mismo tiempo del asiento y encaramos hacia la zona de la costa, distante más o menos unas seis cuadras de la Terminal de Ómnibus; durante el trayecto fuimos caminando en absoluto silencio y sin mirarnos a los ojos, más bien con la vista dirigida hacia el suelo, como si ambos no quisiésemos saber mucho el uno del otro y solamente, a mitad de camino, el muchacho exclamó sonriendo socarronamente: – ¡Qué lleno que venía el colectivo! – ¡Si! ¡Es cierto! ¡Venía lleno de gente!Le respondí mientras, ya arribados a la costanera, nos dirigimos sin que ninguno de los dos hubiese dicho una sola palabra o hubiera hecho gesto alguno, hacia un lugar muy oscuro, reservado y sobre todo absolutamente libre de miradas indiscretas, donde se encontraba un barco pesquero, encallado sobre las piedras de la playa (que actualmente ya no está más); como si ambos intuyésemos que, por distintas razones, queríamos estar allí en ese lugar.
El muchacho fue el primero en «romper el hielo» y en un rápido movimiento, me tocó la cola y como yo me quedé quieto, inmóvil y sin decir absolutamente nada, me preguntó sin sacar la mano: – ¿Te gusta? – ¡Sí!Le dije muy seguro de mi respuesta y entonces él volvió a preguntarme: – ¿Sos puto?Si bien era la primera vez que me hacían esa pregunta y en forma tan directa, no me disgustó ni me molestó para nada, sino que, por el contrario, me hizo sentir muy, pero muy bien, a tal punto que le respondí con un «sí» a flor de labios e inmediatamente comencé a toquetearle y acariciarle la entrepierna, por encina del pantalón, entonces el muchacho me preguntó: – ¿La querés chupar? – ¡Si! ¡Dale! ¡Sácala!Le respondí mientras me arrodillaba sobre el pedregullo y una vez que tuve esa preciosa verga en mis dos manos, la manoseé intensamente y me la metí en la boca; yo aún no era muy experto en «mamadas», pero me las arreglé para hacer una muy buena succión, hasta que en determinado momento, el muchacho, ya con la respiración jadeante y entrecortada, me dijo: – ¡Vení! ¡Dame el culo así te cojo! ¿Vas a querer que te coja no?
Sin responder con palabra alguna, me puse de pie y lentamente fui bajándome el pantalón y el slip, hasta quedar con mi hermosa cola de mujer al aire; obviamente ya intuía lo que aquel muchacho iría a decir después de ver con sus propios ojos mi «parte trasera», pero no estaba de más alimentar un poco mi ego y ello fue más o menos lo que efectivamente ocurrió, porque él exclamó: – ¡Qué bárbaro! ¡Tenés el culo igual que el de un
a mina! ¡Que culo divino!Y dicho esto empezó a toquetearme furiosamente mientras yo me ponía en posición, es decir, agachado hacia delante, con las piernas levemente separadas y aferrado al oxidado casco del barco; allí me quedé hasta que el muchacho me penetró por completo y comenzó a «serrucharme», el chico sabía como prolongar el momento de placer, ya que intercalaba fuertes embestidas con un suave movimiento, inclusive me la sacaba y me la volvía a poner hasta que en determinado momento no aguantó más y me llenó el «tanque» por completo, reprimiendo el grito de gozo.
Como casi siempre ocurre en estos casos, terminada la «calentura» cada uno por su lado en forma rápida y sin decir palabra alguna, más que un «chau» a modo de saludo final, pero yo estaba por demás feliz y satisfecho, no solo por haber recibido una hermosa cogida que, en definitiva, era lo que quería desde un principio, sino por el hecho de haber sido yo quien fui a buscar sexo, a exhibirme y a ofrecerme y si bien en esta primera ocasión (suerte de principiante) no tuve que «trabajar» demasiado, fue ese mi primer paso para las innumerables cogidas que vinieron después.
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