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Dos hermanos

Ernesto observó detenidamente  a su gemelo y lo miró de pies a cabeza. A pesar de que todo la gente que los conocía  los confundía argumentando  que parecían dos gotas de agua, él era capaz de discernir cada matiz que lo diferenciaba de él y que terminaban convirtiéndolo en alguien único. Alguien por quien, desde que tenía uso de razón, sentía un profundo cariño más allá de lo fraternal.

La relación entre los dos hermanos era cualquier cosa menos convencional. Desde el momento que llegaron a la pubertad, fueron descubriendo el cambio de sus cuerpos de un modo de lo más perturbador. La primera masturbación que experimentaron fue mutua y, de ahí, a que terminaran profundizando de la mano en los conocimientos del sexo, hasta el punto de practicar el sexo oral y el sexo anal.

El joven granjero no podía contemplar a su copia natural y no pensar que era la persona más bella en la faz de la tierra. Seguramente alguien pudiera vislumbrar egocentrismo en sus pensamientos, pero no podría estar más lejos de la realidad. Su admiración por Fernando iba más allá de lo físico, Ernesto veía en su hermano una versión mejorada de él. Alguien con un espíritu fuerte e indomable, capaz de romper aquellas reglas que a él le costaba incluso plantearse como tal.

Aunque sabía de sus defectos. Ese callarse sus problemas para no preocupar a los que rodeaban, ese orgullo cargado de soberbia  que surgía en los momentos más inoportunos o que se creía legitimado para tomar decisiones que no le correspondían, eran tres buenos ejemplos de ello.

Sin embargo, era tan enorme su simpatía natural, su saber estar y esa honradez innata en él, que las pequeñas cosas que le molestaban de él quedaban eclipsadas, hasta el punto de convertirse en una nimiedad.

Le costaba mucho enfadarse con él y, las pocas veces que lo hacía, bastaba con que Fernando se acercara a él y le hablara con una de sus sonrisas zalameras para que este se difuminara del todo.

Si a eso se le sumaba ese vínculo especial que existe entre lo que han compartido un saco amniótico, propiciaba que la relación sentimental entre los dos hermanos terminara siendo la cosa más hermosa que tenían.

Fernando se bajó del coche luciendo una sonrisa tan generosa  que sus azules ojos parecían brillar de la emoción.  Aunque la sombra de la mala consciencia  lo acompañaba, no dejo que ningún sentimiento negativo enturbiara  el momento.  Aquellos  encuentros furtivos, a escondidas de todo y de todos,  era lo único que le daba sentido a su vida y no estaba dispuesto a renunciar a ellos, ni por nada, ni por nadie.  

Tener a su gemelo entre sus brazos le llenaba de dicha y no podía más que dar gracias por la suerte que tenía de tenerlo en su vida. Los besos y las caricias que compartían no tenían comparación con nada. Un completo orgasmo para los sentidos.

Aunque era parco en palabras, no le era necesario hacer uso de un exquisito vocabulario para hacerle comprender a su hermano el inmenso amor que sentía por él y que se había convertido en el centro de su vida.  

Por mucho que la iglesia demonizara las relaciones entre dos hombres o la gente del pueblo repudiaran a las personas que preferían a las personas de su mismo sexo. Él era incapaz de ver esa maldad y esa rareza en lo que compartía con Ernesto.

Pese a que se decía una y otra vez que quienes estaban equivocados eran los demás, incluso en algunos momentos había encontrado el valor dentro de su corazón para enfrentarse al que dirán, desistió de ello. Sabía que ni su madre, ni su gemelo,  serían capaces de soportar el rechazo y la incomprensión de las personas que frecuentaban a diario. Era una batalla que tenía perdida de antemano y que prefería no librar para no tener que hacer frente a los daños colaterales.

Por mucho que se dijera que sus vidas eran suyas, que a nadie le importaba lo que ellos hacían en la intimidad. Eran muchas las mentes que había que cambiar, mucha ignorancia y miedo a lo diferente  que combatir en aquel rincón de Extremadura, donde la bondad de las cosas estaba irremisiblemente unida al uso y las costumbres de la gente del lugar.   

Con el Range Rover debidamente aparcado los dos muchachos, una vez comprobaron que no eran observados por ojos no deseados, cerraron furtivamente  la puerta del garaje. Fue simplemente correr el pestillo y el mundo exterior dejó de existir. Todo lo que quedaba fuera de la intimidad de aquellas cuatro paredes, se convirtió en algo superfluo para ellos, pues lo que realmente le importaba estaba allí: ellos dos.

Aquel garaje se había convertido para ellos en un pequeño oasis, una realidad donde podían dar riendas sueltas a la pasión que bullía en su pecho y dejar que sus cuerpos danzaran al son de la lujuria. Daba igual la suciedad, el sofocante calor en verano o el frio en invierno… Era su remanso de paz, el sitio de su recreo.

Con el tiempo, aquellos que los conocía llegaban a diferenciarlos, sobre todo por su desigual personalidad. Sin embargo no podían ser más idénticos aparentemente: los mismos ojos, el mismo pelo cobrizo, la misma complexión física… Dos copias perfectas surgidas de la madre naturaleza.

Pese a que todavía le quedaban unos meses para cumplir los diecinueve, el duro faenar en el campo había endurecido sus rasgos, que rezumaban virilidad por los cuatro costados. Los dos muchachos mostraban un  aspecto de hombre más maduro, quien no los conociera podría que rondaban los veintitrés o veinticuatro años.

En el mismo momento que sus miradas se cruzaron, se dijeron todo lo que precisaban y  la sensación de libertad que les proporcionaba su nido de amor  consiguió que, inevitablemente, la pasión contenida durante todo el día comenzará a fluir de una forma tan hermosa como natural.

Se quedaron inmóviles el  uno en frente del otro, observándose como quien mira su reflejo en el espejo. Nacidos y educados en un pueblo donde los perjuicios ante lo diferente estaban a la orden del día, los dos hombres mantenían una batalla interior entre lo que anhelaban y lo que le habían enseñado como  correcto. Tras unos  eternos segundos conteniendo los  primitivos impulsos que nacían en su interior, abrieron de par en par  las ventanas de sus sentidos,  despertaron toda la lujuria  que llevaban dentro  y     se abalanzaron el uno sobre el otro tal cual  dos bestias en celo.

Nadie les había enseñado a amarse, a cómo comportarse con la persona amada, ni siquiera habían tenido un referente ficticio del que aprender.  Todo en ellos dos era instintivo, con un toque de naturalidad agreste  que lo hacía, si cabe, aún más hermoso.

La boca de Fernando buscó la de su hermano de un modo que rozó lo salvaje, parecía que quisiera devorarlo, degustar cada gota de saliva que brotara de sus labios y absorber el calor que emanaba su aliento.

Había dejado la culpa y el pecado aparcado en la puerta del garaje para entregarse por completo a lo que sus impulsos más primitivos le ordenaban. Quería fundirse con la persona que tenía junto a él, convertirse en uno solo.

Aunque su educación pueblerina y su miedo a mostrarse vulnerable le impedían expresar lo que sentía, era más que evidente que se querían con toda su alma y  que nada lo hacían tan dichoso como los momentos que compartían, los cuales, por muy frecuentes que  estos fueran, siempre terminaban sabiéndoles a poco.

Presos de una demencial impundicia, se comenzaron a desnudar mutuamente. Conforme se fueron desprendiendo de la ropa de la parte superior, quedaron al descubierto   unos musculados torsos tostados por el abrasador sol del campo, unos pectorales que parecían esculpido por un escultor, unos enormes bíceps, unos abdómenes casi vacíos de grasa… Tan excelente forma física no era el resultado de interminables y rutinarios ejercicios en un gimnasio, sino de muchas y agotadoras jornadas de labores agrícolas.

Su fisionomía era tan perfecta que, de haber nacido en un lugar donde pulularan los cazatalentos, sus caras y sus cuerpos habían sido inmortalizados en más de una ocasión por la cámara de un fotógrafo y habrían enamorados a ciento de corazones.  Pero como su hábitat estaba tan lejos del mundo del espectáculo, las únicas que suspiraban por ellos eran las niñas casamenteras del pueblo.

En unos segundos, lo que en un principio parecía un belicoso duelo sexual se convirtió  en algo tan sumamente emotivo, que concluyó siendo una escena de lo más romántica. Los dos gemelos se deseaban, pero, por encima de todo, se idolatraban y amaban a partes iguales.

Ernesto abrazaba a su gemelo como si fuera la última vez, como si  aquel momento no se pudiera volver a repetir y su tiempo juntos tuviera una fecha de caducidad. Sabía que Fernando le había prometido que no sería así que, pasase lo que pasase,  continuarían  ahogando sus deseos mutuamente que siempre encontrarían un lugar donde el tiempo del uno sería por completo del otro.

Pocas cosas tenía clara en esta vida. Una de ellas era que su hermano nunca faltaría a su palabra y siempre le contaría la verdad.

Sin embargo, desde  que Fernando le propuso lo de hacerse novios de Marta y de su prima Adela para callar las malas lenguas en el pueblo, la horrible sensación de que todo iba a cambiar para peor no lo había abandonado del todo.

Ignoraba sabía si estaría preparado para soportar, siquiera,  su ausencia cada noche  y, mucho menos, que intimara con otra persona a la que tendría que decir que la quería. Aunque fuera la mayor de las mentiras.

Solo de imaginarlo besándose, intimando o incluso compartiendo un cuerpo que hasta ahora había considerado exclusivamente suyo, se le hacía un nudo en la boca del estómago y las ganas de llorar se hacían acuciante. No obstante, era decirse a sí mismo que su hermano nunca le fallaría y la tristeza se difuminaba poco a poco.

Fernando, súbitamente,  apartó la cara de su hermano, la mantuvo a una distancia prudencial de su rostro y, dejando que la lascivia asomara fulgurante en su mirada,  lo observó como si quisiera absorber su esencia. «¡Qué guapo es!», pensó mientras  le volvía a hundir la   lengua entre los labios.

Al contrario que Ernesto, él desde que fue consecuente con lo que le deparaba la vida, había aceptado que aquella especie de historia de amor  de los dos era algo que no podía durar para siempre y que, más pronto que tarde, deberían cumplir con  lo que mandaban los cánones sociales: buscarse una mujer y formar una familia.

Había aceptado lo de no  poder dormir cada noche con la persona que amaba, pero todavía no se había resignado a perderlo del todo y, ahora más que nunca, hacia todo lo posible que sus encuentros íntimos fueran más frecuentes.

Tras un prolongado beso y, haciendo gala  al volcán que se encendía en su interior, apretó fuertemente a su compañero de juegos amorosos entre sus brazos de un modo que se aproximó a lo doloroso. Su gemelo, desbordado por la pasión y por el cariño, se limitó a gemir complacido. Si la felicidad tenía algún significado en el corazón de los dos rudos zagales, debería ser algo parecido a lo que sentían en aquel preciso momento.

Ernesto, incapaz de contener más el deseo que inflaba su pecho, llevó la mano a la entrepierna de su amante y  la punzante dureza que percibió bajo las yemas de sus dedos le dejó claro que el tiempo de los preámbulos se estaba agotando. Se libró como pudo del empuje de los fuertes brazos de su gemelo y se agachó ante él, levantó suplicante la mirada buscando su aprobación y esta llegó en forma de un gesto de absoluta complacencia.

Durante unos segundos permaneció prostrado ante él, observando la prominencia que se marcaba bajo el pantalón de trabajo. Acercó la nariz a su entrepierna y aspiró el olor que emanaba. Sus papilas olfativas se llenaron del aroma de suciedad, de sudor, pero, sobre todo, de masculinidad que propició que su miembro viril se pusiera más duro aún.

Estaba ansioso por tener aquella bestia palpitante entre sus labios, no obstante sabía que a Fernando le volvía loco que le pasara lo boca por su paquete. Aquello le daba un morbo increíble y le hacía gemir como un poseso. Sin pensárselo un segundo, mordisqueó  suavemente el turgente bulto, dejando un reguero de calientes babas que marcaban más aún el duro cilindro bajo la tela.

Volvió a repetir la operación un par de veces más y, cuando estuvo seguro de que su gemelo estaba a punto de caramelo, desabotonó frenéticamente  la hinchada bragueta, dejando que un apetito insano dominara por completo cada mueca de su rostro.

Entre aquel pene suplicante de placer y su mano, solo quedó una delgada tela que se marcaba  sobre el provocativo cilindro como una segunda piel. Sin pensárselo, tiro de la cinturilla del slip para abajo y la hinchada verga saltó ante su cara como un resorte.

Se quedó mirando aquel sable enhiesto. Su cabeza roja de la que brotaban algunas gotas de líquido pre seminal, dotándola de un seductor brillo. Su tronco, no demasiado grueso, pero firme y majestuoso como el solo. Unos huevos grandes cubiertos por un vello pajizo que colgaban como si desafiara a la gravedad.

Lo que veía le excitaba tanto que fue incapaz de mantener sus nervios bajo control y, al acercar su mano al vibrante falo, está le tembló un poco por la emoción. Por muchas veces que tuviera delante aquel mástil de carne, siempre se sentía como si fuera la primera vez que lo contemplara, como si aquel cuerpo fuera para él un lugar nuevo que explorar.

Una vez tuvo entre sus dedos aquella bestia hambrienta de mimos, volvió a mirar a su dueño como si  le implorara permiso para  lo que se disponía a hacer. Fernando, como única respuesta, le guiñó un ojo y sonrió picaronamente,  para concluir mordiéndose el  labio de la forma más impúdica.  

El fornido granjero olisqueo la cabeza de la delgada y larga polla que tenía ante sí, en un intento de retener  el máximo de tiempo aquel  olor de macho sudado entre sus papilas olfativas. Aunque poseía bastante experiencia en comerse aquella caliente tranca y se conocía al dedillo todas sus zonas erógenas, le encantaba  probar  a hacer cosas distintas para hacerlo gozar más.  En aquella ocasión la lamió repetidamente desde los huevos hasta la cabeza de flecha, muy despacito, racionando con su voraz lengua todo el placer que era capaz de proporcionar.

Sin dilación, acercó el rosado glande a su boca, le dio dos pequeños besos  y, a continuación,  dejó que traspasara la frontera de sus labios. Paseó la lengüita  por los bordes del prepucio, consiguiendo con ello que su acompañante se estremeciera de puro gusto, soltando un prolongado bufido como respuesta.

Espoleado por los placenteros sonidos, se la introdujo en la boca hasta que su glande tropezó con su campanilla. Una vez marcados los límites de su cavidad bucal, la comenzó a mamar de un modo cuanto menos trepidante.  Degustando a cada segundo el delicioso sabor de aquel palpitante trozo de carne.

En unos instantes un pequeño mar de baba manó de su boca, regando a su paso el vello púbico y los testículos de su amante. Inesperadamente, las manos de su gemelo atraparon su cabeza y la detuvieron en seco.

—¡Para, hermanito, para!  Si sigues así me vas a sacar la leche y hoy,  con  todo lo que hemos faenado,  estoy bastante cansado para poder correrme dos veces.

Aunque no le hizo mucha gracia que le cortaran en su momento de mayor apogeo sexual, el muchacho no puso ningún tipo de pega. Se  levantó, se desnudó y se dirigió sin vacilar hacia el rincón  del garaje donde se encontraban las duchas.

Desde que a su progenitora, por aquello de que no le mancharan la vivienda principal, se le ocurrió instalar unas duchas en el garaje, los muchachos encontraron la excusa perfecta para sus secretos encuentros. Si alguno de los suyos llegaba y encontraba la puerta del garaje cerrada, su coartada para no salir de inmediato  no podía ser mejor. Tardaban en salir porque se estaban pegando una ducha, no porque estuvieran pegándose un polvo de ensueño.  

“¡Qué limpio y hacendosos son los dos gemelos, el tiempo que le dedican a su higiene personal!”, pensaban todos los miembros de la familia. A excepción de su padre, quien sabía de la relación incestuosa de sus hijos, pues los descubrió un día  mientras practicaban sexo.

Sorprendentemente, el buen hombre no se sorprendió demasiado, ni se enfadó lo más mínimo, como si en el fondo sospechara que algo como aquello pudiera estar pasando entre Fernando y Ernesto.

«Si os hace feliz, no me importa que sigáis con ello, lo que si os pido es que vuestra madre no se entere, le rompería el corazón y la quiero demasiado para verla sufrir», fueron las únicas palabras que cruzó Paco con sus vástagos el día que tuvo el valor de enfrentar lo que había visto la tarde que se echó una siesta en el camión.

Después de aquel pequeño discurso inicial, la conversación prosiguió. Al principio los chavales estaban bastante cortados y  poco receptivos, pues ignoraba que su padre los hubiera descubierto. Pero las pocas ganas de bronca y la forma en que su padre les abrió los brazos, le llevaron a sincerarse con él.

Aunque, tras una larga hora de la charla,  las confidencias fueron muchas por parte de los tres, lo único que sacaron en claro es que su progenitora nunca debería enterarse.

Si alguno de los dos gemelos pensaba en su padre, en su madre o en sus hermanos  en el momento que Ernesto abrió el grifo, no le dijeron nada al otro y se limitaron a dejarse empapar por el gran chorro de agua que envolvió su desnudez de pies a cabeza.

Durante unos segundos una cortina del transparente líquido se derrumbó sobre ellos, limpiando a su paso las huellas de polvo  y  la suciedad que el duro trabajo había dejado sobre   la piel de ambos. El torrente de agua era tan fuerte que parecía separarlos del resto del mundo, como si la cascada cristalina fuera un universo paralelo.

Sumidos en el efecto relajante de la ducha, se abrazaron apasionadamente   y se volvieron a besar. Tras unos intensos minutos en los cuales sus manos se apretaban, sus torsos se rozaban impúdicamente, sus pelvis se aplastaban  la una contra la  otra, sus pies se anudaban como si serpentearan y sus cuerpos buscaban fundirse en uno solo,   una mirada fugaz se cruzó entre ellos, sus ojos conversaron en silencio durante unos segundos y detuvieron  súbitamente el apasionado momento.

Como si fuera un acto ceremonioso, Fernando se echó una copiosa cantidad de gel en la mano y lo expandió a lo largo del pecho de su hermano. Sus dedos fueron acariciando minuciosamente  su piel y, al mismo tiempo,  el joven granjero aprovechó para limpiarle el tórax, las axilas, los brazos… ningún resquicio de aquel cuerpo era inhóspito  para él, aun así los tocaba como si fuera una experiencia desconocida.

Una vez terminó de lavar cada recodo de la parte frontal de su cuerpo, Ernesto se dio la vuelta, se apoyó sobre la fría pared de azulejos  y lo invitó a frotarle la espalda en un potencial gesto de sumisión que invitaba implícitamente a algo más.  

Tras masajearle los omoplatos, pasó a acariciarle las nalgas. Si había una parte de la anatomía de su gemelo que volvía loco a Fernando, era su culo. Redondo, duro, terso, cubierto por una fina manta de vello rubio que lo hacía aún más deseable.  No tenía ninguna otra experiencia y, salvo algún que otro compañero del colegio en la ducha, no había visto nunca a nadie desnudo. Aun así, las posaderas de su gemelo lo volvían loco. 

Lo sacaba tan de sí aquel trasero respingón, que no se  pudo contener y clavó sus dedos en las redondas nalgas hasta que  consiguió arrancarle un  breve quejido. Después llevó el índice a la raja de sus glúteos para  juguetear un poco con los incipientes vellos que  allí florecían y por último, tras impregnar su falange central con abundante jabón líquido, procedió a introducirlo en  el caliente agujero.

Fue cuidadoso e intentó no ser nada brusco al adentrarse en el ano  de su gemelo. Aun así, una pequeña punzada de dolor recorrió a Ernesto cuando notó como  el rudo dedo perforaba su recto, despertando al mismo tiempo en él una sensación de placer prohibida e inconmensurable.

Sin dejar de horadar sus esfínteres, Fernando se incorporó y se apoyó lateralmente sobre la espalda de su acompañante, de manera que su codo aplastara levemente sus riñones y su  boca quedara a la altura de su oído. Cuando lo consideró oportuno, comenzó a musitarle una retahíla que intercalaba palabras de cariño con improperios obscenos de lo más variados.  

Cada uno de los vocablos que salían de su boca no tenían nada de aprendido, ni siquiera trataban de imitar aptitudes observadas en otros. Todo lo que el gemelo dominante le decía al otro, obedecían a instintos primarios que respondían tanto a las emociones que embargaban su cuerpo, como a los sentimientos que inflaban su pecho.

Escuchar en la misma frase lo mucho que te quiero o te voy a reventar el culo guarrita, convertían las palabras en un discurso de lo más surrealistas. No obstante, ambos sabían que las palabras sucias tenían un único fin, sembrar la situación  de un intenso  morbo, para así conseguir una cosecha de lo más placentera.

Con el cuerpo aprisionado entre la pared y el cuerpo de su hermano. Con su  cara aplastada sobre la frialdad de los azulejos, Fernando se veía incapaz de pronunciar palabra alguna.  Cuanto mayor era el intento por zafarse del brusco ataque, mayor era la fuerza con la que arremetía contra él.

No sabía que le producía más satisfacción si notar como profanaban sus entrañas o sentirse sometido de aquel modo. En el momento que el doloroso placer se volvió insoportable, su acompañante, como si lo intuyera,  le sacó el dedo del interior y del mismo modo que la contienda sexual se inició, terminó.

Había tanta complicidad entre ellos que no necesitaban comunicarse lo que pensaban para que el otro lo supiera en cada momento. Durante unos segundos se miraron fijamente y dejaron que sus ojos hablaran de lo mucho que se deseaban, de lo mucho que se querían, pese a que vivieran un amor prohibido.

Los dos muchachos se quedaron inmóvil, contemplándose mutuamente de un modo tan afectivo como visceral.  La indescriptible sensación de mirar a la persona amada y encontrarse con el reflejo que le ofrecía cualquier espejo cuando se miraban, convertían el cariño que se tenían  en algo aún más incomprensible para ellos. Unos sentimientos contra los que, por mucho que quisieran, no podían luchar, pues sabía que era una contienda perdida.

Una vez sus ojos de buscarse,  como si fuera una maniobra militar ampliamente ensayada,  se intercambiaron los papeles y Ernesto procedió a lavar a su hermano. A diferencia de él, se detuvo poco tiempo en su ano y mucho más tiempo en sus partes nobles, las cual masajeo con tal esmero que de nuevo, para no terminar eyaculando, su gemelo le tuvo que suplicar que parara.

—¡Para, cachorrillo, que me vas a vaciar las pelotas antes de tiempo! —Le gritó, dejando que una hermosa sonrisa se pintara en su rostro.

Abrió el grifo y el agua limpió cualquier mota de espuma que quedará sobre sus  cuerpos. Una vez comprobó que se habían enjuagado correctamente, buscó una toalla y tras secar a Fernando de un modo que mostraba una absoluta dedicación y sumisión, procedió a hacer lo mismo con él.

—¿Dónde me quieres follar hoy? —Preguntó de un modo casi despreocupado, mientras se quitaba los últimos restos de agua de sus orejas.

—Me gustaría hacerlo sobre el capot de la furgoneta, ¡la última vez estuvo de miedo! ¡Te entró el rabo  hasta las bolas!

El muchacho, como era habitual en él, accedió  sin poner ningún impedimento a la petición  y se tendió sobre la parte delantera del vehículo que le habían indicado. Con la espalda apoyada sobre el metal y adoptó una especie de postura fetal. Tras deslizarse un poco, de manera que su pompis sobresaliera un poco para que su hermano pudiera tener fácil acceso, levantó las piernas hacia arriba.

 Era curioso el modo que Ernesto dejaba a su gemelo llevar la iniciativa en todo y es que, desde muy pequeño, para no enfadarlo, se había acostumbrado a que él tomara todas las decisiones. Quizás lo hacía porque Fernando no se había aprovechado nunca de ello y de manera velada tenía muy en cuenta sus deseos. Era tanto lo que lo respetaba que, a pesar de que su hermano desde un primer momento adoptó el rol de activo, alguna vez que otra se dejó penetrar. No obstante, era obvio que no disfrutaban del mismo modo, con lo que le quedó claro a ambos que no merecía la pena  intercambiar  sus papeles porque a Ernesto tampoco le volvía loco cabalgar a su hermano.

La imagen que el pasivo granjero ofrecía tendido sobre el capot del coche y con las extremidades inferiores replegadas para dejar más libre  el camino hacia su ano era de lo más sugerente y provocadora. En unos segundos, toda su virilidad pareció esfumarse por completo y en vez de el hombre corpulento que era, su aspecto recordaba al de un débil jovencito. Un enclenque chaval que ponía a hervir la sangre de su hermano, quien  masajeaba su miembro viril para endurecerlo al máximo y así poder taladrar su recto de forma contundente.

Fernando, ante la sensual visión, se mordía el labio con lascivia.  Su excitación era tan enorme que, a pesar de que se acababa de duchar y aquella primavera estaba siendo fresca, unas pequeñitas gotas de sudor comenzaron a brotar de los poros de su frente y de su espalda, exteriorizando el volcán que explotaba en su interior.

El ardiente joven agarró a su gemelo por la cintura y apuntó meticulosamente su pene hacia la caliente entrada. Aquel orificio estaba ya tan acostumbrado a ser profanado y dilataba tan fácilmente  que  no se sorprendió al ver como su masculinidad la atravesaba del mismo modo que un cuchillo en la mantequilla.

A Ernesto la hiriente estocada, a pesar de lo familiarizado  que estaba a su tamaño y dureza, seguía ocasionándole una lacerante punzada que se le hacía de lo más insoportable. Aguantó sin quejarse, mientras notaba como aquella dura tranca se iba abriendo paso en su interior.  Apretó los labios y aguardó que las paredes de su recto se fueran dilatando ante el paso del vigoroso cilindro de carne.

Pronto su ano se distendió lo suficiente como para que cualquier vestigio de dolor dejara de ser protagonista y dejara paso al placer. La sensación de ser llenado por el miembro de su hermano se convirtió en un angustioso deseo que parecía no tener fin. El choque del cuerpo de su hermano con el suyo, el lento vaivén de las envestidas, el continuo roce de su miembro viril en sus entrañas era un cumulo de sensaciones al que siempre quería volver. Paulatinamente el ardiente ariete fue traspasando los anillos de sus esfínteres, buscó el rostro de su amante, al ver que este seguía retorciéndose en muecas de dolor, dejó su brusquedad aparcada y, sacando su lado más tierno a relucir, comenzó a acariciar delicadamente sus corvas.

Poco a poco su virilidad fue acomodándose en las entrañas de su gemelo y los pliegues del sensual orificio parecían agrandarse con cada pequeña embestida. En el momento en que consideró que su ano había dilatado lo suficiente y que ya no le hacía daño, empezó a mover su cintura suavemente  y de forma circular, como si  su verga quisiera marcar su territorio dentro de aquel agujero. Cuando consideró que estaba preparado para una buena cabalgada,  lo agarró fuertemente por la cintura y  movió su pelvis de un modo desenfrenado dando lugar a  un salvaje mete y saca.

La pasividad con la que Ernesto soportaba cada envite solo era comparable al brío con la que su gemelo impulsaba los músculos de sus glúteos.  Los dos hombres parecían dos piezas de un engranaje que funcionaban perfectamente sincronizado, la energía con la que aquella polla empujaba era la misma con la aquel culo se agrandaba para dejarla pasar.

Fernando metió una mano bajo el cuerpo de su hermano y atrapó su verga para masturbarlo al mismo ritmo con el que lo penetraba. Ernesto comenzó a jadear, la placentera sensación de ser taladrado al mismo tiempo que masajeaban su polla era más de lo que podía soportar. Apagó su mente y se  dejó llevar hacia donde fuera que aquel brutal trotar lo llevara. Por momentos, sintió que las piernas le flaqueaban bajo los fuertes envites y un apesadumbrado quejido brotó de sus labios.

—Aguanta un poco más —Le dijo su hermano con voz ronca–nos queda poco para terminar…

Ernesto, en un acto más de sumisión, se dejó meter el cipote todo lo que su hermano quiso. Concentró todos sus sentidos en proporcionar y recibir placer. Tensó su piernas, guardo todo el aire dentro de su barriga con la única intensión que aquel cilindro vigoroso profanara cuanto más y mejor sus esfínteres.

Su hermano lo agarró fuertemente por las caderas y prosiguió taladrándolo como si no hubiera hecho otra cosa a lo largo de su vida.

—Hermanito, ¿sabes que me gusta más que follarte? Echarte toda la leche dentro, para ver cómo después gotea.

Tras calentar el ambiente con sus palabras, Fernando siguió moviendo sus caderas de forma tan avasalladora hasta que en su hermoso rostro se dejó ver un rictus que anunciaba que su cuerpo había llegado al culmen.

Al joven granjero no le hizo falta tener ese vínculo que dicen tener los gemelos, para saber que Fernando se disponía a correrse. Irreflexivamente, cogió su polla y se comenzó a masturbar enérgicamente.

Tras la salvaje eyaculación, durante un instante la culpa, como siempre,  vino a visitarlos, no obstante, estaban acostumbrados a ella que sabían que la única forma de soportarla era reconfortarse mutuamente. Fernando dejo caer su pecho sobre su hermano, mientras lo abrazaba y lo besaba, una pregunta tintineante martilleaba su cerebro: “¿Cómo algo que nos hace tan feliz puede ser considerado una perversión por  los demás?”

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