Gemelos Ardientes

Gemelos Ardientes

Me llamo Rubén; tengo un hermano gemelo, Mario, y hemos cumplido hace poco los 16 años.

Quisiera que nos vierais: somos idénticos, realmente idénticos, hasta el punto de que no sé cómo nuestros padres son capaces de identificarnos.

Tenemos el pelo rubio y nos lo cortamos parecido, con una media melenita lacia; los ojos son de color verde claro, y nuestros cuerpos están lejos aún de desarrollar los vellos típicos de los adultos.

La verdad es que entre Mario y yo siempre ha habido un vínculo muy fuerte: siempre hemos sentido igual,

y de hecho, aunque parezca mentira, yo he sentido dolor en mi propio cuerpo, en un miembro o extremidad concreta,

cuando a mi hermano, lejos de mí, le ha sucedido algún incidente con un golpe o una herida; él siempre dice que le ocurre igual.

Así que los dos siempre hemos sido iguales, y nos sentimos iguales; tenemos una gran intimidad, hasta el punto de que con frecuencia nos duchamos juntos.

También, desde los 14 años, hemos despertado a la sensualidad a la vez, con revistas porno que nos hemos agenciado y nos hemos hecho las pajas juntos, aunque cada uno con su mano.

Por eso insisto tanto en lo iguales que somos: hace varios meses me di cuenta de que teníamos, al

menos, una diferencia: a mi hermano, según veía por cómo se le ponía de empinada cuando veíamos juntos las revistas guarras,

con tías chupando pollas y follándolas, era completamente heterosexual;

yo, sin embargo, me estaba dando cuenta de que en las revistas me interesaban mucho más los nabos de los tíos que las tetas o los coños de las tías.

Por supuesto que me abstuve muy mucho de comentárselo: incluso con tu hermano gemelo, con el que lo compartes todo, hay una parcela de intimidad que es mejor no dar a conocer.

Además, Mario me estaba empezando a enloquecer: veía su cuerpo, tan igual al mío, tan realmente delicioso, con esas piernas torneadas y blancas,

con ese culito firme y decidido, orgulloso, con ese rostro ovalado sensual, pícaro y a la vez tan ingenuo…

Todo igual que yo, ciertamente, con lo que no sé si, en vez de Rubén, debería haberme llamado Narciso…

Bien, el caso es que me estaba enamorando a marchas forzadas de mi hermano gemelo, y resulta que él era heterosexual; comprenderéis mi estado de ánimo.

Sin embargo, y aunque Mario intuía que algo raro me pasaba (ya he dicho que parecemos unidos por algún extraño vínculo más allá de la carne, más allá de la mente),

lo cierto es que no podía imaginar qué era.

Yo intentaba disimular, y seguía duchándome con él, procurando que no se me notara cuánto me gustaba mirarle la verga,

cuánto me gustaba admirarle el trasero, la larga espalda, perfectamente formada, el hermoso pelo rubianco;

seguía, también haciéndome pajas junto a él, mientras veíamos las revistas guarras, él fascinado con las tías,

yo con los tíos, aunque Mario no tuviera ni idea de ello.

El caso es que, tras mucho pensármelo, tomé una decisión, muy meditada:

quería disfrutar de mi hermano,

pero no quería que él supiera que yo era gay.

Así que me decidí por un plan que pensé estaba bien diseñado.

Veréis: cierto fin de semana del verano pasado mis padres se fueron de viaje a ver a unos familiares que viven a varios cientos de kilómetros.

Ellos confían plenamente en nosotros: somos los típicos chicos maduros que saben lo que hacen y no se les ocurre ninguna barbaridad.

El caso es que Mario y yo nos quedamos solos en el hogar familiar; mi padre sufre de insomnio, así que tiene siempre cápsulas somníferas en la mesita de noche.

Aprovechando que Mario no estaba cerca de mí, entré en la habitación de mi padre y leí las instrucciones de las cápsulas:

con una se dormía estupendamente toda la noche, con dos no se despertaría quien fuera ni con un cañonazo.

Se aconsejaba no pasar de ahí.

Así que me hice de dos cápsulas y aquella noche, solícito, le llevé a Mario,

mientras veía la tele, un zumo de naranja, en el que previamente había diluido el polvillo de ambas.

Al rato vi que su vaso ya estaba vacío, y en efecto, al poco se fue a la cama, con grandes síntomas de sueño.

Esperé aún un cuarto de hora, y entonces entré en nuestra habitación. Era verano, como digo, y tanto

Mario como yo dormimos siempre en pelotas.

Mi hermano se había quedado dormido encima de la colcha, no le había dado tiempo de quitarla.

Me acerqué a él, con cuidado, y escuché su respiración tranquila y apacible, como corresponde a un sueño profundo y dulce.

Lo contemplé entonces con calma, sin los problemas de que pudiera darse cuenta de nada.

Estaba tumbado boca arriba, y sus slips aún reposaban a un palmo de él, como si quitárselos fuera lo último que hizo antes de caer profundamente dormido.

Admiré entonces aquel cuerpo blanco, espigado, sin apenas vello, que se me ofrecía indefenso e inocente a mi mirada:

el vientre plano, la leve pelambre púbica, coronando una verga en estado de semierección;

se conoce que Mario debía estar gozando de un sueño erótico, porque su nabo presentaba los síntomas típicos de un moderado empalme nocturno.

A todo esto debo deciros que tanto Mario como yo estamos «muy bien despachados»:

aquel mismo verano nos habíamos medido nuestras pollas, y nos dimos cuenta de que, también en eso, éramos iguales:

medíamos, con nuestros mástiles a toda potencia, 17 centímetros, que para unos chicos que todavía tenían que crecer, es una medida más que sobrada.

Tenía, como digo, la hermosa polla a medio desplegar, caída garbosamente sobre uno de los muslos.

Estaba deseando meterle mano, pero al tiempo quería prolongar aquel instante maravilloso.

Con sumo cuidado, me aproximé a él y le besé en los labios.

Los tenía entreabiertos y, lógicamente, no me respondió, pero yo pude gozar de su lengua sedosa y húmeda, dulce y caliente.

Seguí bajando por su cuerpo tumbado y me detuve en las tetillas, que tenía erectas, como si el sueño erótico también hubiera llegado allí:

eran dos deliciosas formas como platillos, con dos botoncitos exquisitos que lengüeteé con glotonería.

Proseguí después por el vientre, duro y al tiempo suave, con un ombligo que era como el centro del mundo:

goloseé dentro de aquella oquedad, y me pareció que no había nada mejor.

Lo había, claro: continué mi camino descendente, por ese camino de perdición que conduce hasta el vello púbico, que aspiré, oliendo aquel perfume de macho joven que tanto me gustaba.

Entre tanto, tal vez no ajeno, en su sueño, a mis caricias, la verga de Mario parecía entonarse, poco a poco; ahora la tenía tan cerca,

apenas a unos centímetros de mi lengua, ansiosa; si alguien pudiera haberme visto habría dicho que yo era como una perra en celo.

Miré de nuevo el rostro de mi hermano, que seguía durmiendo plácidamente: no lo pensé más y le

cogí el rabo, que a estas alturas ya estaba casi totalmente empalmado; desplegué el prepucio hacia atrás y me metí el glande en la boca:

¡qué sensación!

Era como chupársela a otra persona y al mismo tiempo chupármela a mí mismo.

Me vino la misma impresión de cuando le ocurría algo a mi hermano y yo lo sentía:

era fascinante, chupar a otro y al mismo tiempo tener la sensación de que tú mismo te estabas chupando…

El sabor del glande era realmente el de una «delicatessen»: estaba impregnado en jugos preseminales, seguramente como consecuencia del sueño erótico y de mis «aportaciones» al mismo.

Lo lamí con gusto, deleitándome en aquella forma de carne cálida y palpitante.

Poco a poco conseguí meterme todo el rabo en la boca, y comencé, poco a poco, a autofollarme: no encuentro otra palabra, porque al tiempo que me entraba el nabo de mi hermano en la boca, era como si ese mismo rabo fuera el mío y me entrara hasta la garganta.

Me detuve: quería disfrutar al máximo de aquellos minutos, y decidí dejar para más tarde la culminación de aquella mamada.

Le levanté las piernas y me fascinó el bello agujerito de su culo, apretado y firme, virgen de pollas.

Le subí las piernas lo suficiente como para poder introducirle mi lengua en su agujero, primero con cierta dificultad, luego más fácilmente en cuanto mi saliva y mis caricias relajaron el esfínter:

pronto pude meterle casi toda mi lengua, 8 ó 9 centímetros de carne ansiosa que recorrían las interioridades de mi hermano, y al tiempo me producía un gusto inenarrable en mi propio culo,

como si me estuviera chupando a mí mismo…

Sabía a culo joven, un poco amargo pero delicioso en la mezcla explosiva con los jugos preseminales que aún atesoraba en mi boca.

Debo decir que, mientras le metía la lengua a mi hermano, éste se contorsionó en algunos momentos, como si aquello le estuviera proporcionando un placer apreciable incluso en su tan profundo sueño.

Después me atreví a un poco más: me coloqué a horcajadas sobre su cabeza y le coloqué mi nabo en la puerta de la boca; sus labios, claro, no hacían nada, así que me arriesgué un poco más: le abrí un poco la boca y le metí el glande.

Me hubiera gustado follármelo por la boca directamente, pero quizá era demasiado arriesgado; ni aún la dosis de caballo de somnífero que tenía metido en el cuerpo podía garantizarme que no se despertaría.

Así que, con gran dolor de mi corazón, me retiré, no sin antes haberme parecido que, entre sueños, Mario me había dado un lengüetazo en la polla.

Pero era demasiado arriesgado.

Volví a su polla y decidí que no acabaría aquella aventura sin sentir su rabo entre mis cachas.

Lo chupé de nuevo, para devolverle su máxima turgencia y para lubricarlo bien lubricado; al tiempo me introduje dos dedos bien ensalivados en mi culo, que ya tenía bien entrenado para este momento; pronto mi agujero estuvo lubricado y anhelante.

Con sumo cuidado, como siempre, me coloqué a horcajadas sobre la polla de mi hermano.

La guié con cautela, la coloqué en el umbral de mi culo y comencé a metérmela, poco a poco; al principio me dolía bastante, aparte de que lo hacía con gran precaución para no despertarlo.

Pero pronto conseguí traspasar el anillo del esfínter y noté, dentro de mí, los 17 centímetros de mi hermano; como en las anteriores sensaciones, otra vez noté cómo me estaba follando en mi propio culo,

como si Mario y yo fuéramos la misma persona…

Me senté sobre mi hermano, procurando meterme aquel nabo lo más profundamente posible, y me sentí lleno, completo, ahíto…

Pensé que no era posible ser más feliz, aunque aún me quedaba un peldaño más en la escalera de la felicidad.

Cuando me salí, siempre con cuidado, de la polla de mi hermano, decidí que quería sentir cómo se corría en mi boca:

me agaché sobre su verga y me la zampé entera, lamiéndola y fregándola contra el interior de mis mejillas;

perdí la compostura, ésa es la verdad, porque quería que aquella maravilla se vaciara en mí, y no sé si, de haber sido la dosis de somnífero algo menor, Mario se hubiera despertado.

El caso es que la lengüeteé a placer, ahora ya sin importarme que se despertara, sólo buscando el néctar que atesoraban aquellos huevos de oro que yo, impúdicamente, masajeaba buscando que soltaran su preciada carga.

No se hizo de rogar demasiado; de repente noté como un gemido exhalado por los labios de mi hermano,

y de inmediato un fuerte zurriagazo caliente y agridulce me sacudió en la boca; a éste le siguió otro, y otro, y otro más, a cuál más delicioso, a cuál más extraordinario:

sabía como una mezcla de merengue, vainilla y leche condensada, sin el empalago de ésta última,

en una extraña y excepcional mixtura que me llenó la boca y que paladeé, con regodeo, hasta la última gota.

Abrí los ojos, pensando, al finalizar este banquete,

que Mario se habría despertado y estaría con los ojos desmesuradamente abiertos viéndome mientras literalmente me tragaba su rabo, pero no fue así.

En cambio, sí vi una leve sonrisa en su rostro de querubín, como si aquel orgasmo lo hubiera disfrutado incluso desde la sima de su sueño.

Le limpié con la lengua los últimos rastros de leche que le quedaba en el nabo, incluso en el ojete (no

se podía dejar ninguna pista…), y, con gran dolor de mi corazón, me retiré hasta el cuarto de baño; tenía que desaguar la carga de leche que me había producido un calentón semejante.

Pensé entonces que sería estupendo sentir otra vez ocupado mi culo, ya que no por el pollón de mi gemelo, sí por algo que me pudiera meter por el agujero anhelante entre mis cachas.

Fui a la cocina y cogí del verdulero un buen pepino, de tamaño más o menos aproximado al vergajo de Mario, y me fui al baño.

Allí me coloqué a cuatro patas en el suelo; cerré los ojos mientras me introducía los dos dedos lubricados por el agujero, y después, siempre con los ojos cerrados e imaginando que aquel pepino era del de mi hermano, me dispuse a colocármelo dentro del agujero.

Al entrarme, aquel pepino me pareció, enteramente, la verga de Mario: estaba caliente y palpitante, como si estuviera vivo, y la sensación era la misma que pocos minutos antes cuando me autoempalé con el nabo de mi hermano.

Era increíble la sensación de verosimilitud; pero entonces noté unas manos que me enlazaban por delante, atrapándome suavemente el rabo.

Abrí los ojos y, reflejado en el espejo, vi mi cara dos veces, una más adelante, otra más atrás: Mario se había situado detrás de mí y me había encalomado su rabo entre mis piernas, sustituyendo arteramente el pepino vegetal por el mucho más sabroso suyo, un obús de carne y fuego encajado a fondo en mis entrañas…

Me folló con ganas, con desesperación, como si fuera lo último que iba a hacer en la vida: yo me sentía follado y follante al mismo tiempo, me imaginaba que me autofollaba con mi polla, y sentí aquel enorme vástago abriéndome en dos, entrando adentro, muy adentro…

Cuando Mario se vio venir, se salió con rapidez; yo me di la vuelta casi de un salto, imaginando lo que quería: el primer churretazo me cruzó la cara, pero el resto conseguí cazarlo casi al vuelo.

Le mamé la polla como nunca creí que pudiera hacerlo, metiéndomela hasta la garganta, sintiendo allí como la leche manaba y manaba….

Cuando no quedó nada más que chupar, ambos caímos al suelo, exhaustos. Mientras me sacaba, a regañadientes, su hermosa polla de mi boca, le interrogué con la mirada.

–Sabía que preparabas algo: te vi leyendo las instrucciones de los somníferos de papá, y después, cuando me diste el zumo, tan solícito, supe que me intentabas narcotizar; tiré el líquido en la maceta y el resto ya lo sabes.

–Pero, entonces, ¿te has dejado hacer, sin estar dormido?

–Claro; yo quería decirte que era gay, pero creí que tú no lo eras; creo que estábamos en la misma situación -aclaró Mario–.

Menos mal que tuviste la estupenda ocurrencia de querer drogarme, y ya ves lo que ha ocurrido…

Me acercó su cara de ángel y me besó con un apasionamiento que yo no hubiera imaginado en él.

Me cogió el rabo, que lo tenía como una piedra, y en el suelo como estábamos, empezó a chuparlo con delectación, deteniéndose en el ojete del glande, en el prepucio, goloseándolo a lo largo del mástil.

De nuevo aquella extraña sensación, de ser chupado y chupar a la vez, como si Mario y yo fuéramos uno solo.

Estaba tan excitado que me corrí pronto: sentí entonces en mi boca la sensación, de nuevo, de atesorar la leche de mi hermano, aunque realmente era él quien se estaba tragando mi semen.

Cuando levantó la cara, por la comisura del labio le corría una gota de leche; lo besé con fruición, recuperando, goloso, aquel mínimo tesoro de sus labios, luchando nuestras lenguas por hacerse con aquella breve joya viscosa, viciosa.

Así fue como Mario y yo descubrimos nuestra auténtica identidad gay.

No fue, como imaginaréis, nuestra última aventura sexual, ni tampoco fuimos excluyentes…

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3 comentarios:

  1. Daniel ceron

    abril 18, 2022 at 5:22 am

    Me gustaría saber de más historias que pasaron juntos ceronalexander305@gmail.com este es mi correo por si tienen más historias juntos si me las podrían enviar hay se los agradecería mucho me encaro la historia besos

    Responder
  2. Guillermo Sánchez romero

    abril 13, 2022 at 4:30 am

    Wooo me gustó mucho esto

    Responder
  3. Jose Alejandro

    noviembre 8, 2020 at 2:29 am

    Omg…. +57 3235128324

    Responder

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