El nuevo entrenador - relatos gay

El nuevo entrenador

Mi nombre es Noah y hace un mes que soy entrenador de CrossFit.

Podría decir que esta historia comienza un día de lluvia, pero esa sería una introducción pobre. Me invoca a que antes de ese día de lluvia no existía, cuando en realidad tengo una larga historia previa.

Pero los eventos que me interesan narrar, comenzaron un jueves, a última hora de la tarde, después de cuarenta minutos de una lluvia violenta e inesperada. El grupo de las 18 terminó su entrenamiento y se acopló en la puerta de vidrio, dudando entre marcharse o esperar a que se calmara un poco.

– Creo que va a terminar por inundarse todo el pueblo – analizó Valeria, mi amiga y coequiper en el entrenamiento. – ¿Trajiste paraguas?

– No – respondí, negando con la cabeza. – Tampoco imaginé que llovería de esta manera. Y honestamente, creo que no tengo paraguas en el departamento.

Ella se encogió en hombros, al tiempo que los alumnos de las 18 comenzaban a adentrarse en la lluvia y salir corriendo rumbos a sus vehículos, motocicletas o paradas de autobuses aledañas.

Mientras los chicos se marchaban, nos quedamos en silencio mirando hacia el atardecer, acompañados por el sonido de las gotas en el tejado y la nueva canción de Luis Fonsi que en sólo una semana me había hartado de que sonara en cualquier bucle de Youtube que pusiera en la computadora.

Me concentré en la intención de Valeria, probablemente la mía también. Salir de aquel lugar, asumiendo que nadie del grupo de las 19 vendría.

– ¿Crees que…? – intentó preguntar.

– Puedes irte – la interrumpí, con una sonrisa. – Tampoco creo que venga nadie y si vienen, puedo encargarme de la clase.

Valeria sonrió, como si le acabara de dar un regalo de cumpleaños.

Era mi compañera de equipo cuando, de una forma improvisada, nos convertirnos en entrenadores de CrossFit durante los últimos tres turnos del gimnasio Los Tigres Blancos, hacía alrededor de un mes.

Previamente, éramos los alumnos más antiguos de CrossFit de aquel gimnasio. Fueron ocasiones puntuales en las que reemplazamos a Edgardo, el dueño y entrenador oficial, armando una clase para no mantener el local cerrado ante algún viaje o algún feriado donde el dueño no quería trabajar.

Pero Edgardo tuvo un terrible accidente de autos hacía mes y medio. Y tras la posibilidad de mantener el gimnasio cerrado por tiempo indefinido, Valeria y yo, más los empleados oficiales que eran entrenadores de otros horarios, decidimos mantenerlo a flote y evitar su clausura. Evelyn, su mujer, se encargó de la parte administrativa a partir de allí, hasta que Edgardo saliera de la clínica de rehabilitación y pudiera reincorporarse a sus tareas cotidianas.

– Bueno, es mejor si me voy – coincidió Valeria, sonriendo. – El pobre Esteban debe tener miedo de la lluvia.

Sonreí al escuchar cómo Valeria denominaba a Esteban como si fuera un niño, cuando en realidad era el hombre adulto con el que se había decidido convivir. La ironía se percibía al instante, ya que si por Valeria fuera, Esteban moriría del pánico antes de que ella apareciera en su defensa.

– No te quedes demasiado tiempo si no viene nadie – me aconsejó, despidiéndome con un beso en la mejilla.

– Sólo esperaré unos minutos más y me iré – afirmé, mirando el reloj de pared. Aún faltaban dos minutos para las 19, pero los alumnos de ese horario solían estar reunidos esperando su turno. – Nos vemos mañana.

– Salió bien la clase de hoy – anunció Valeria, como quien dudaba en marcharse rápido. – Mañana podemos darles este mismo WOD a los de las 19, si no viene nadie ahora.

Me limité a asentir, invitándola a retirarse.

Valeria salió corriendo hacia su auto, en un vano intento de no empaparse. Me quedé apreciando el gimnasio que tenía para mí, con la fantasía de quien se cree dueño y señor de aquel imperio. Aunque no podía admitirlo públicamente, no me causaba apuro que Edgardo se recupere y reclamara el trono. Yo sentía que había hecho algo a lo que pertenecía, por más que mi veta de entrenador fuera más empírica que académica.

Además, habíamos conseguido muchos clientes nuevos, lo que no eran méritos menores. Uno en particular que apareció el día anterior, cuando la clase de las 19 estaba terminando.

Un joven rubio, delgado y con una sonrisa de oreja a oreja se acercó a averiguar los horarios de CrossFit y prometió aparecer e integrarse al gimnasio. La lluvia, probablemente, había dificultado la iniciativa.

Me arrepentí de no haberle preguntado el nombre, o incluso sacarle más información, pero me solía suceder cuando conocía a alguien que me encandilaba, que mis capacidades de cazador se volvían obsoletas.

Noté una figura en la puerta y me sorprendí al ver a uno de los chicos del grupo de las 19. Me había confiado en que nadie aparecería.

– Buenas noches – saludó Bruno.

A diferencias de todos los clientes usuales del gimnasio, Bruno siempre aparecía vestido de jean ajustado y una remera elegante. El hombre se escapaba de su trabajo para ir al entrenamiento y se cambiaba en el vestuario, con la ropa que acomodaba en su tan conocida mochila verde.

Me acerqué hasta él y le extendí la mano para saludar.

Nos miramos con una sonrisa cómplice. Tres meses atrás, mantuvimos un fortuito encuentro sexual, cuando ambos éramos compañeros de entrenamiento.

– No vino nadie – comentó Bruno.

– Bueno, estás tú – respondí.

– ¿Y Valeria?

– Se acaba de ir – dije, mirando hacia la puerta por la que mi compañera se marchó. – Me quedé a esperar por si alguno aparecía. Si quieres entrenar, podemos hacerlo.

Bruno miró el reloj de pared. Era un muy bonito diseño, sin minutero, con un dibujo en color crema y negro de la torre Eiffel. Yo sentía un gran aprecio por ese reloj, ya que en mis primeros días de CrossFit, marcaba el tiempo en que se terminaría la tortura que me representaba el entrenamiento. Habían pasado cinco minutos de las 19. Era improbable que alguien apareciera.

– Bueno, me iré a cambiar porque estoy empapado – anunció Bruno, como si no fuera obvio. – Vemos si aparece alguien más y ahí decidimos.

– Perfecto – asentí.

Mientras se marchaba, volví a ver la lluvia caer sintiendo una suerte de déjà vu. Exceptuando que el recuerdo que revivía no tenía a la lluvia como protagonista y yo no era el entrenador encargado.

Pero sucedió cuando nos encontrábamos solos, en uno de esos extraños días en donde todos deciden al mismo tiempo no ir a entrenar. Así que durante una hora, tuvimos el gimnasio a nuestra disposición bajo el mando de Edgardo.

Edgardo, que como entrenador era buen comerciante, nos indicó cómo era el WOD del día y se dedicó a jugar con su teléfono.

Yo no era partidario de darme una ducha en el propio gimnasio después de entrenar, pero como ese día estaba solo con Bruno y hacer perder el tiempo a Edgardo era una de mis pasiones ocultas, decidí que era una buena alternativa.

– Creo que porque fuimos dos, no sacó la artillería pesada – analizó Bruno, cuando entramos en el vestuario. – No sé si te diste cuenta que no nos dio el WOD que estaba en la pizarra.

– Me di cuenta – le contesté. – En especial porque era un entrenamiento para hacer en tríos y sólo éramos dos.

Bruno se rio y me dio un puñetazo en la espalda por reírse de mi broma. Esta era una costumbre que no se le quitaba nunca. Como al parecer él no era de los que sabían reírse, o la risa de por sí le resultaba un acto tan extraordinario, que al sentirla tenía el impulso de golpear a alguien. Como suelo ser el gracioso, generalmente soy el receptor de los golpes.

Y ni siquiera fue un buen chiste.

Me quité la remera repleta de transpiración mientras me dirigía hacia el cubículo de la ducha.

El vestuario estaba pintado de un tono azul muy poderoso. Como Edgardo no se destacaba por su ingenio creativo ni sus conocimientos de diversidad sexual, pintó el baño de hombres de azul y el de mujeres de un rosa flúor. Siempre sospeché que, más que marcar a ambos sexos, la contraposición entre el azul depresivo y el rosa incandescente, mostraba en realidad la bipolaridad de Edgardo. Pero al parecer las personas se ofenden cuando les hacen esta clase de análisis.

Entró en el cubículo y abrí la ducha de agua caliente para regular con la fría, mientras me desnudé por completo dejando mi ropa en los pequeños colgadores detrás de la puerta. No había llevado un juego para cambiarme, así que me tendría que volver a poner las mismas prendas transpiradas.

La ducha en el cubículo contiguo al mío se abrió y sólo fuimos acompañados por la música de fondo que sonaba en el gimnasio.

Era lo bueno de Bruno. No era un sujeto que hablara para matar los silencios. Más bien parecía cómodo en ellos y, en lo particular, no me molestaba en lo más mínimo. Había mucho halo de misterio alrededor de su persona y pese a que entrenábamos juntos hacía más de un año y hemos frecuentado en diversos eventos sociales con el grupo de entrenamiento, poco se sabía en realidad de él.

Sabía que era dueño de un kiosco y que tenía una mujer. También posaba en sus fotos con una niña, pero no sabíamos si la misma era su hija, o sólo la hija de su mujer, o quizá alguna sobrina. Jamás nadie conoció a la mujer ni a la criatura en cuestión, pero de vez en cuando hablaba de ellas.

– ¿Tienes agua caliente? – me preguntó.

– Sí – respondí. – ¿Tú no?

– No, no sale – contestó Bruno, apagando la ducha.

Pensé que iba a ir a otro cubículo cuando de repente, la puerta se abrió y el sujeto de cuerpo trabajado y desnudo estaba allí.

– ¿Qué haces? – pregunté.

– No puedo bañarme sin agua caliente – contestó.

– ¿Y no pudiste ir a otro cubículo?

– Somos amigos, ¿no? – preguntó. – No te molestará compartir la ducha conmigo.

Y cerrando la puerta detrás de él, se metió bajo el agua de la ducha, mientras ambos quedamos frente a frente. Bruno actuaba con la naturalidad de quien se pone a hacer un ejercicio con kettlebell, en lugar de alguien que se entromete desnudo en el espacio reducido de otra persona también desnuda.

Que el cuerpo de Bruno estuviera tres veces más trabajado que el mío no era ninguna sorpresa, ya que además de CrossFit, el muchacho iba a un gimnasio por la siesta para hacer máquinas. Además de ser un partidario de las pastillas que vendía Edgardo como aporte energético o reductores.

Era, por lejos, una escultura viviente.

– ¿Te hablaron alguna vez del espacio personal? – volví a preguntar, sonriendo.

Bruno volvió a lanzar una carcajada y, como era de esperar, me golpeó en el hombro. Con el agua cayendo sobre nosotros, casi pierdo el equilibrio intentando sostenerme tras el golpe que recibí.

Bruno me tomó de la cintura, como un acto reflejo, para evitar que me cayera sobre él.

– Lo siento, lo siento – se apresuró a disculparse. – Todavía no aprendo…

– A reírte – contesté.

Me sonrió.

No soltaba mi cintura, pero tampoco daba el primer paso. Un gesto o algo que indicara que aquello no era más que un compañerismo, sobrepasando los límites, que podía tenerse entre compañeros de CrossFit.

Sabía de mi sexualidad, pues varias veces, en los eventos donde nos reuníamos, iba acompañado de algún chico de ocasión que mis amigos de entrenamiento no volvían a ver.

Entonces, no había que ser demasiado inteligente al ver que todo aquel acercamiento no era un sutil descuido de la casualidad. Bruno quería algo, aunque no iba a ser yo quien lo apurara a decidirse.

El agua seguía cayendo, nuestras miradas continuaban sosteniéndose y sus manos continuaban en mi cintura, petrificadas y duras.

Entonces lo sentí.

Su erección chocó contra mi pierna y bajé la mirada automáticamente. Pero, como si aquello no fuera algo relevante, volví a mirarlo, esta vez siendo consciente de lo que estaba sucediendo entre nosotros.

– Vaya… – dije.

– Sabes que me está costando mucho – afirmó. – ¿Por qué me torturas?

– Porque no sé lo que quieres – respondí.

Volvió a sonreír, pero su mueca fue distinta, más sufriente que divertida.

– Sé que quiero esto – afirmó. – Hace mucho que tengo la idea pero no me animé… Bueno, ahora me animé, pero tú no me la estás haciendo fácil. Sólo quiero…

Puse mis manos en sus pectorales y cayó. Su rostro ahora mostró una expresión como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Mientras que yo sentí como sus manos me aferraron con más fuerza.

– No soy… – quiso decir.

– Lo sé – respondí. – No lo eres.

– Pero…

– Que quieras esto no significa que lo seas – afirmé.

Uno de los grandes mitos socialmente impuestos es que si un hombre tuviera sexo con otro, automáticamente se volvería gay. Premisa que es tan absurda como el creer que todos esos hombres gay que tuvieron sexo con una mujer son heterosexuales.

Bruno asintió con mi explicación.

Sin ser militante, siempre que puedo doy a conocer esta realidad. Primero porque soy consciente que hay que educar a la sociedad con respecto a los mandatos impuestos y, por otro lado, siempre ayuda a que algún hetero-curioso quiera experimentar, como bien parecía ser el caso en la ducha.

Descendí mis manos por su abdomen con suavidad, cayendo junto con las gotas de agua caliente.

Bruno lanzó un suspiro, como si le hubiera lanzado un cortocircuito.

– ¿Quieres? – volví a preguntar, cuando estaba a punto de terminar su abdomen.

Asintió.

Mis manos tomaron su miembro erecto con suavidad y sonreí al verlo estremecerse. Ese hombre rudo, casi autista, estaba en mi poder.

Sin que yo lo pudiera prever, porque en realidad no me lo esperaba, Bruno se acercó hacia mi boca y me dio un beso que devolví. Al principio fue brusco y torpe, como un niño que recién está aprendiendo a dar un beso.

Decidí volver más activa mi intervención y comencé a usar con sutileza la lengua. Ese acto le permitió soltarse un poco más y la torpeza inocente dio paso a la pasión (igual de torpe, pero pasión al fin) y las ganas que vaya a saber desde hace cuánto tenía reprimida.

Besaba bien o, al menos, se dejaba guiar. Y hubiera seguido por un tiempo indeterminado, pero había que acelerar los planes. Así que me aparté sonriendo y poco a poco me incliné para arrodillarme ante él.

Fue en ese instante cuando sentimos que la puerta se abrió.

– Chicos, ¿no tienen casa para bañarse? – preguntó la voz de Edgardo.

Los dos nos quedamos paralizados.

– Ya salgo – atiné a responder, cerrando la ducha. Fue lo único que se me ocurrió a hacer, para darle credibilidad a que estábamos en cubículos distintos.

– Vamos, chicos, que quiero irme – gimió Edgardo, cual criatura caprichosa.

– ¿Para qué tienes duchas si no nos dejas ducharnos? – pregunté.

– Son para los de otros horarios – respondió, dirigiéndose hacia la salida. – Para los que sí me caen bien.

Y dando un portazo a la puerta del vestuario, fiel a que le gusta tener siempre la última palabra, nos dejó nuevamente en la soledad de una intimidad truncada.

Bruno parecía haberse convertido en piedra.

– No se dio cuenta de nada – comenté, abriendo la puerta del cubículo. – Quita esa expresión de película de terror.

– Pudo habernos descubierto… – se lamentó Bruno.

– Tranquilo – dije, recogiendo mi ropa para volver a vestirme. – Cualquier concepto que Edgardo pueda tener sobre ti, será inferior al que todos tenemos sobre él.

Sonrió como si le hubiera dicho una gran verdad, aunque esta vez no hizo el intento de golpearme. Salió rumbo a su cubículo y al cabo de un minuto volvió a salir con otra ropa. Era un hombre precavido que sí llevaba ropa para cambiarse.

– Sobre lo que pasó… – quiso explicar.

– No se lo diré a nadie – prometí. – Además de que no pasó nada, claro.

Bruno miraba el piso, estático, brindando la imagen de un filósofo que buscaba alguna nueva conclusión para la vida.

– Yo realmente quise – afirmó.

– Lo sé – contesté. – También yo.

Notamos que la música se apagó en el gimnasio, señal de que Edgardo impacientemente estaba presionándonos para que nos marchemos. Así que eso hicimos. Salimos de allí y jamás volvimos a mencionar el tema.

Bruno no volvió al entrenamiento durante esa semana, pero no me llamó la atención. No tenía una asistencia perfecta, muchas veces por no encontrar un reemplazo para que atendiera su negocio. Y cuando nos volvimos a ver, nos saludamos cordialmente y nos cruzamos en diferentes eventos sociales, sin llegar que se sintiera un momento incómodo. Tampoco hubo sonrisas ni miradas cómplices.

No obstante, yo opté por no aparecer con chicos en las dos siguientes reuniones sociales, por una cuestión de hacerle entender que estaba disponible para terminar lo que fue interrumpido. Pero como no dio muestras de querer hacerlo, para la tercera cena que organizamos, aparecí con otro chico de ocasión y me olvidé del tema.

Volví a la realidad mientras fuera la lluvia caía un poco más tenue pero sin indicios de detenerse.

– Oye – me llamó a la distancia. Me giré y lo encontré asomando la cabeza en la entrada del vestuario. – ¿Me acercas mi mochila?

Tomé la mochila que dejó en el piso y caminé hacia el vestuario. Cuando me acerqué a él, comprobé que estaba nuevamente desnudo. Me sonreía con la misma complicidad que tres meses atrás. Y yo devolví la sonrisa, aceptando la invitación.

– ¿Tienes fantasías con tu entrenador? – le pregunté.

Se rio. Agachó un poco la cabeza y me miró, invitándome en silencio a entrar con él al vestuario.

Su cuerpo continuaba esculpido. Una invitación a perder los papeles de entrenador y cliente, más todo el profesionalismo que había cosechado desde que Edgardo me dejó a la cabeza junto con Valeria.

– Supongo que no vendrá nadie – analizó.

Miré hacia la puerta. La tarde y la lluvia le daban la razón.

– Supongo que no – dije. – Así que es mejor si le echo llave a la puerta.

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Un comentario:

  1. Jesus

    mayo 8, 2022 at 3:07 pm

    Hola saludos como estas me gustaria ser tu amigo si podemos mi correo anibalitoj090@gmail com

    Responder

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