Mi hijo, mi amante, mi amado
Mi historia, en principio, no tiene nada de original. Empecé a admirar los cuerpos masculinos en el vestuario de mi instituto, antes y después de las clases de gimnasia. Ver a mis compañeros en calzoncillos, o desnudos en las duchas, me excitaba de una manera incomprensible para mí, pero esto no impidió que aquellas imágenes empezaran a habitar mis fantasías. No tardé en empezar a masturbarme pensando en los que más me atraían. En una ocasión, llegué a robar los calzoncillos de uno de ellos, y pasé unos cuantos días disfrutando gozosamente de su olor, hasta que de tanto ponérmelos acabaron oliendo demasiado… a mí. Eso no impedía que los llevara a menudo a clase, excitándome sólo de pensar que nadie podía sospechar mi sucio secreto.
Sin embargo, cuando reflexionaba sobre lo que estas prácticas implicaban me sentía realmente incómodo. En los años ochenta, la palabra «homosexual» suponía una maldición en toda regla, si no era por el rechazo social, era por la amenaza del SIDA. Yo me entregaba a mis masturbaciones con una calentura increíble, que desaparecía nada más correrme para ser sustituida por un sentimiento de culpa atroz. Yo no quería ser eso, y me imaginaba que en cuanto tuviera una relación heterosexual con una chica, se me pasaría y me convertiría en alguien completamente «normal».
Ya os he dicho que mi historia no es, a este respecto, nada original. En la universidad conocí a una chica, creí sinceramente que estaba enamorado de ella y terminamos casándonos. Pero mis fantasías homoeróticas no desaparecieron, sino que acabaron convirtiéndose en una obsesión. Me distancié de mi mujer, a la que sólo podía hacer el amor si pensaba en otros hombres. El nacimiento de nuestro hijo supuso un pequeño paréntesis, pero tampoco mejoró las cosas. Me sentía cada vez más encerrado en una farsa sin sentido, y mi mujer sufría por ello.
Cuando nos divorciamos, hice un repaso profundo de lo que era mi existencia, y decidí aceptar de una vez por todas lo que era. Descubrí lo que era el sexo entre hombres y supe que nada podía cambiar aquello. Por decirlo así, me entregué a una vida completamente nueva, realmente excitante, y que me convirtió, por fin, en un hombre feliz. Con mucha discreción, eso sí, pues no quería que nadie en mi entorno lo supiera, más por la vergüenza de haberlo ocultado tanto tiempo que por otra cosa. Pero en aquella época yo no buscaba una relación estable, me limitaba a disfrutar de amantes ocasionales que poco o nada significaban para mí.
Entretanto, mi hijo crecía. Lo veía con frecuencia, sin que ello diera lugar a ninguna tirantez con mi ex, que rehacía su vida con otro hombre que la deseaba de verdad, y con el que buscaba estar a solas a menudo. Dani venía a mi chalet con regularidad, y manteníamos una relación padre-hijo normal. Bueno, con cierto relajo en lo que se refiere a la disciplina, pero ya se sabe lo que pasa con los padres divorciados: me sentía tan contento de tener a mi hijo conmigo que se lo permitía todo, o casi todo.
Yo llevaba mi vida secreta, sin que interfiriera en ningún momento en mi relación con Dani. Eso sí, los hombres me volvían cada vez más loco. Quería recuperar el tiempo perdido, y si Dani no venía a dormir, no tardaba en conectarme al chat para quedar con alguien, en su casa o en la mía, y tener una noche de sexo intenso. Follar era, en principio, algo maravilloso, aunque a la larga acabó por volverse un poco monótono. Pero mi deseo no desaparecía, se mantenía tan ardiente como en mi adolescencia. Si por la razón que fuese no me apetecía buscar compañía, el porno satisfacía mis calenturas: ya se sabe, una buena paja y a dormir.
Y un día me di cuenta de que Dani ya había crecido, y se había convertido en un joven muy apuesto. Me quedé de piedra el día que lo vi semidesnudo, en su cuarto, y experimenté la misma comezón que sentía cuando veía a un hombre atractivo. Volví a pensar en mí mismo como un pervertido, sobre todo cuando aquella imagen hizo su aparición en una de mis pajas. Procuré sacarla de mi cabeza, y lo cierto es que lo conseguí, salvo por un par de veces que caí en la tentación y me corrí pensando en él. Para compensar, tuve algunos encuentros con chicos más jóvenes que yo, y creí sinceramente que la cosa no pasaría de ahí.
Todo cambió, sin embargo, un día de verano en que Dani y yo estábamos solos. Hacía calor, y decidimos bañarnos en la piscina del jardín. Yo me puse un bañador de competición negro ―el único que tenía, pues nunca he tenido bañadores de otro tipo―, y Dani se puso el suyo, un pantalón verde oscuro que le llegaba hasta las rodillas. El antimorbo total, lo que me hizo suspirar aliviado. Lo último que quería era que mi hijo me pillase mirándole como un viejo salido. Me extrañaba, en todo caso, que no hiciera alguna broma respecto a mi diminuto traje de baño: mis ocasionales amantes, cuando venían a casa, se reían sin pudor de él, aunque acababan por encontrarle cierto morbo.
Dani y yo solíamos jugar a perseguirnos en el agua, y a ocupar una colchoneta hinchable sin permitir que el otro se subiera a ella. Si no estabas encima, buscabas por todos los medios posibles desalojar al otro, que tenía que esforzarse porque esto no sucediera. Dani había crecido lo suficiente para ponerme en apuros: me empujaba con ímpetu para desplazarme, y se resistía con la misma fuerza cuando lograba subirse. El juego transcurría alegremente, en medio de risas, sin que nada me hiciera pensar en otra cosa, hasta que, de repente, sentí el dorso de la mano de Dani rozando mi paquete. Sólo fue un instante, apartó la mano rápidamente, como si hubiera sido un roce accidental, y yo no le di más importancia.
Seguimos jugando, y el rápido contacto con su mano volvió a producirse. Me limité a pensar que Dani estaba siendo un poco torpe, pero tampoco le di importancia… hasta que ocurrió lo mismo por tercera vez. Y ya no era un toque cualquiera, pues fue con la palma de la mano, y se demoró un poco mas, abarcando mi polla como si quisiera comprobar su grosor. Antes de que se me pusiera dura, Dani ya había apartado la mano, fingiendo que era otro roce accidental, pero ya me era imposible ignorar lo que estaba pasando. ¡Mi hijo me estaba metiendo mano!
Me quedé quieto, parando el juego. Dani se quedó callado, mirando hacia la pared de la piscina, muerto de vergüenza al darse cuenta de que le había descubierto. Yo, por mi parte, intentaba procesar lo que ocurría, pero mis ideas volvían una y otra vez a lo que estaba ocurriendo bajo mi bañador: una erección en toda regla que no me permitía negar la excitación que me producía pensar en mi hijo como un hombre deseable. Fue en aquel momento en el que rechacé todos los tabúes y decidí seguir adelante con lo que estaba ocurriendo: cogí la mano de mi hijo y la puse sobre mi polla, que ya estaba en todo su esplendor. Al mismo tiempo, llevé mi mano a su paquete, y comprobé que él estaba tan excitado como yo, y aún más. Su polla estaba tiesa y dura, palpitando debajo de aquel bañador que ya no le permitía ocultar aquella erección a la vista. Cuando empecé a acariciarle, Dani lanzó un suspiro de éxtasis que terminó de derretirme.
Nos besamos. Para ser más exactos, le enseñé a besar, y él aprendió rápidamente. Nos magreábamos con lujuria mientras tanto, y no tardamos en salir de la piscina para entrar en la casa y dirigirnos, cogidos de la mano, a mi dormitorio. Allí volvimos a abrazarnos y a besarnos mientras nuestras manos recorrían nuestros cuerpos con ansia.
―Papá ―me dijo una vez que nuestros labios se separaron.
―¿Qué? ―respondí.
―No pares.
Eso fue lo que me dijo, aunque suene raro. Yo no había parado en ningún momento de besarle y acariciarle, sobre todo su pene y su culo, pero tampoco me detuve a pensar en otra cosa. No obstante, me pareció que aquello implicaba que era el momento de pasar a desnudarnos. Me agaché para quitarle su bañador y su polla salió como un resorte aplastándose contra su abdomen. La cogí con la mano y pasé la lengua por la punta, recogiendo las gotas de precum que salían ya. No tardé en metérmela por completo en la boca e iniciar una mamada que Dani disfrutó mientras yo acariciaba sus huevos y su culo, jadeando cada vez más intensamente, hasta empezar a gemir como un poseso:
―¡Papá! ¡PAPÁ! ¡PAPÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁÁ!
Mi boca se llenó de su leche caliente y espesa. Yo quería recibirlo, saborearlo y tragarlo. En la vida he probado un manjar más delicioso, ni creo que vaya a hacerlo. Dani se quedó quieto un rato, incrédulo, con la vista fija en la pared de enfrente. Cuando me incorporé, tuve que besarle de nuevo en los labios para que reaccionara. El aroma y el sabor de su propia leche le hicieron volver en sí.
Se agachó y después de quitarme el bañador trató de chuparme la polla, pero la cosa no funcionaba. Intentaba meterse todo mi rabo en la boca, y le daban arcadas, de modo que le incorporé y le di otro beso.
―No te preocupes, hijo, ya te irá saliendo mejor.
Mi mano empezó a pasearse por su culo, buscando su raja, y en ella su ano. Cuando empecé a pasar el dedo por allí, Dani empezó a jadear de nuevo.
―¿Quieres que te folle?
―Sí.
Le di la vuelta y me agaché de nuevo. Abrí sus nalgas y comencé a repasar su raja con la lengua. Cuando llegué a su agujerito, comencé a lamerlo con fruición. Las sensaciones que mi lengua produjo en él le llevaron a animarse de nuevo, y su polla volvió a apuntar hacia lo alto. Me levanté y dirigí mi pene hacia su ano.
Estaba estrecho y me costó entrar. Dani jadeaba con más intensidad, se notaba que le dolía mucho, pero aguantaba. Mi polla entraba lentamente, partiéndole en dos, pero había soñado tantas veces con aquello que no dijo absolutamente nada. Noté que estaba llorando, pero en ningún momento me dijo que parara, ni hizo el menor movimiento para apartarse. Yo había introducido mi pene en su culo, y el calor que emanaba de aquel delicioso agujero me estaba volviendo loco.
―Aprieta el culo, cariño ―dije.
Obediente, Dani hizo lo que le pedía, y yo procedí a bombear su divino culo. Conforme lo iba lubricando, el dolor fue desapareciendo, y los jadeos de mi hijo volvieron a llenar la habitación. Estaba apoyado en la pared mientras yo le taladraba el culo, y no tardó en llevarse la mano a la polla para pajearse furiosamente. Mis manos se dirigieron a sus pezones para acariciarlos y pellizcarlos.
Se corrió entre gritos un poco antes que yo.
―¡Papá! ¡Fóllame! ¡FÓLLAME!
―¡Dani! ¡TE QUIERO!
En efecto, le dije que le quería mientras mi polla expulsaba cuatro o cinco lefazos dentro de su culo. Luego nos movimos hasta la cama, sin sacarla todavía, y nos quedamos echados allí un buen rato. Yo le besaba en el cuello y en los hombros.
―Te quiero.
―Te quiero.
―Te quiero.
―Te quiero.
Y así un buen rato, convertidos en dos amantes inseparables. Ahora Dani se ha venido a vivir definitivamente conmigo, y dormimos juntos como dos enamorados. Hemos repetido esta escena cientos de veces, con todas las variaciones que se pueda suponer, y no hemos tenido oportunidad de cansarnos. Por el contrario, Dani se suelta cada vez más, y me encanta que sea un amante tan sensual, e incluso tan vicioso. Conozco el sabor de su leche y él conoce ya el sabor de la mía, y los dos sabemos que ya no queremos probar la de nadie más. Y los juegos en la piscina se han hecho tan calientes que hemos tenido que suspenderlos, para no escandalizar a los vecinos.
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