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Perdí mi inocencia

Soy de una ciudad de provincia del norte de Argentina, y hace pocos días, precisamente esos en que la temperatura exterior había descendido bastante, estaba prácticamente tirado en mi cama leyendo una novela. Y de repente mi memoria voló al pasado.

Me había quedado sin vacante para cursar el sexto grado en la escuela a la que había concurrido desde el primer grado, así que mi padre me impuso que concurriera a otra, cercana a nuestra casa, de muy mala fama, violencia, falta de respeto a los mayores generalizada, pandillas, etc.

Cuando llegué me cargaban por mis modales demasiado finos, también por mi responsabilidad en los estudios y trabajos presentados, me angustiaba mucho, siempre tenía miedo.

Un día, durante el recreo, ingresé al aula para buscar algo personal y me quedé sorprendido: “el pecoso”, así lo llamaban, se estaba culeando a la joven maestra suplente, que estaba con medio cuerpo arriba del escritorio. Salí espantado. Él también, y dirigiéndose hacia el rincón de la pared en la que estaba apoyado dijo:

-Ojo con hablar, porque te rompo la jeta (cara), putita.

Varios días transcurrieron. Cargadas y más cargadas, no aguantaba más. Me trencé a los golpes con otro compañero del mismo grado. Terminamos los dos revolcados en el piso, entre el griterío de los otros.

De repente la figura de la Sra. Directora, quien no podía comprender mi conducta, pues siempre había sido un alumno muy tranquilo, observó que por un costado de mi boca asomaba un hilo de sangre. Me ordenó ir al baño para higienizarme mientras se hacían los trámites para llamar a mis padres.

“El pecoso” se ofreció para acompañarme y ayudarme, gesto que fue agradecido y destacado por las autoridades presentes en el patio, pero yo estaba ansioso, tembloroso.

Cada uno estaba dentro de las aulas, realizando sus respectivas tareas. Solamente él y yo en los piletones (lavabos) del baño de varones. Se acercó a mi cuerpo con un pedazo de papel higiénico y con sorpresa me ayudó, pero sentí que algo latía sobre el costado de mi cuerpo, era su pija. Traté de zafarme. Me metió en uno de los gabinetes, me sacó el guardapolvo, me bajó los pantalones, sacó su enorme verga, me obligó a darme vuelta y a agacharme.

Me penetró. Tenía una mezcla de calentura y temor a que fuésemos descubiertos.

-Quédate tranquilo, no pasa nada, está todo bien.

Acabó todo su líquido dentro de mí; se retiró antes que yo. Me prometió que no sería la última vez, y que a partir de ese momento nadie me molestaría más en la escuela.

Efectivamente, así ocurrió a lo largo del año. Yo tenía la sospecha de que muchos integrantes de su pandilla tenían bien claro el “asunto”, nunca pregunté nada. Me había transformado en el “ejemplo” de las clases de lengua y ciencias sociales, tanto que mis compañeros se invitaban a mi casa para terminar de completar alguna tarea o para estudiar conmigo.

Así paso, allá por el mes de setiembre, fecha en que el “pecoso” me tocó el timbre de calle, venía acompañado por otro compañero.

Luego de saludar a mi mamá, nos dirigimos al comedor diario donde solía completar mis tareas. Enseguida comenzó a manosearse su pija y me pidió varias veces que se la chupara. Otra vez sentía esas sensaciones confusas, entre calentura y miedo. Nunca se me había presentado una oportunidad así, cerré los ojos y comencé. En tanto le decía al otro que me culeara.

Gervasio tenía un miembro apreciable. Se sentó sobre un sillón y me colocó encima de él. Pude comprobar el golpeteo de sus testículos sobre mi cuerpo.

En determinado momento “el pecoso” dispone un cambio: yo apoyado sobre el costado del sillón. Gervasio por delante introduciendo su pija en mi boca y él penetrándome con alguna dificultad, porque al tocarme la zona pude palpar un poquito de sangre. Le supliqué que “no porque la tuya es más gruesa”, pero nada, fue empujando muy despacito, a tal punto que finalmente fui yo el que le pedía más y más.

Recuerdo que fue primero Gervasio el que me hizo tomar todo su semen, y después él. Nos acomodamos, arreglamos nuestras ropas y se retiraron después de permanecer casi dos horas. Tal vez el “pecoso” habrá pensado que a mis once años, él tuvo la posibilidad de desvirgarme, pero eso no era verdad.

Un primo hermano, Aldo, que me llevaba una diferencia de quince años de edad. Y que también estaba muy bien dotado, fue el que me inicio en esta difícil experiencia de “perder la inocencia”. Recuerdo que su casa era sumamente amplia, con jardín en el fondo, lleno de frutales. Mis padres y los suyos estaban adelante, algo lejos en el living, conversando y tomando mate.

Yo tenía la costumbre de cortar los racimos de kinotos y ahí no más me los comía. La habitación de Aldo estaba ubicada por esa zona. Un día me invitó a pasar adentro. Estaba totalmente en bolas. Me sorprendió, pero me tranquilizó. Cerró la puerta.

Me acostó en su cama, me sacó el pantalón corto y el calzoncillo, me colocó boca abajo y comenzó a chuparme el culo hasta meterme toda la lengua.

Yo había concretado mi antigua fantasía femenina, me parecía que ese fue un acto de amor, de entrega total. Se puso encima de mí. Arqueó un poco mi cuerpo, desde la cintura para penetrarme. Sollocé y grite un poquito, pero ahí estaban sus manos grandes para taparme la boca, decirme que me aflojara, que lo íbamos a intentar otra vez, me masajeaba, me calmaba, me seguía chupando la cola. Intentó metérmela en mi boca, sentía que me ahogaba. Luego me metió todo su miembro dentro de mi culo supercaliente.

– ¿Viste que todo bien?; estuviste bárbaro, Huguito…

Escenas como esas se repitieron infinidad de veces, cada vez que concurría con mis padres de visita a la casa de mis tíos. Duró hasta que yo cumplí veintidós años.

No siempre fueron en el dormitorio de mi primo. Otras fueron en el cuartito de la terraza, dentro del baño principal en la que él hacía de cuenta que se estaba bañando mientras un “amigo” hacía de campana por si se aproximaba alguien a donde estábamos.

¿Qué será de la vida del “pecoso”? ¿Por dónde andará mi primo hermano?

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