Los juegos son sin duda, para muchos de nosotros, la característica más importante y sobresaliente de nuestra infancia. Seguramente siempre recordaremos esas interminables horas en las cuales, más allá de ganar o perder, la diversión y pasar tiempo con nuestros amigos, era lo primordial.

Fueran los típicos juegos callejeros como “la traes”, escondidas, quemados, saltar la soga, encantados, rayuela; hasta los más hogareños como Twister, lotería, dominó e incluso los juegos de video, lo cierto es que desde niños hemos tenido muy presente la tendencia a jugar, o a que casi todo lo que hagamos sea alude al juego.

Y aunque suene ridículo es seguro que, siendo casi adultos, hemos trasladado varias de las temáticas de dichos juegos a nuestra vida cotidiana. Y aún más cuando se trata de relacionarnos emocionalmente con las personas.

Jugamos de nuevo a las escondidas cuando observamos de lejos y con cautela a aquella persona que nos gusta, en vez de acercarnos y  simplemente, como los jóvenes adultos que somos, entablar una conversación seria con ella.

De igual forma, muchas veces jugamos con las personas y las personas juegan con nosotros. Existe el juego de las miradas, ese del que todos alguna vez hemos sido partícipes, cuando en un determinado lugar fijas tu mirada en una persona e igualmente esa persona fija su mirada en ti; no hay palabras, las miradas lo dicen todo. Y dicho juego puede concluir de dos distintas maneras: puede que alguno de los dos se acerque al otro, o puede ser que sencillamente alguno se rinda primero y se marche sin decir nada.

Por otro lado está el juego de los besos, presente en nuestras vidas desde aquel juego de la botella que jugábamos alrededor del sexto grado. Con él aprendimos que besarnos con cualquier persona no necesariamente indica tener una relación con ella. Sólo se hacía en ese momento y se suele hacer ahora por simple “diversión”.

Y en el juego de las citas, al que nos enfrentamos gran parte de nuestra vida, cuando poco a poco vamos descartando personas de nuestra lista de posibilidades, no puedo evitar recordar aquel juego de mesa donde turno a turno, formulabas preguntas que te ayudaban a eliminar personajes, para al final dar con la carta indicada que tenía tu adversario. Dicha carta podría ser el equivalente en la vida real, a encontrar a la persona que llene nuestras expectativas para formalizar una relación.

Pero muchas veces, aun ya estando dentro de una relación estable, los juegos no terminan, sin embargo sí existe un cierto cambio de nivel.

Cuando se presenta una discusión jugamos a hacernos los difíciles, al querer que  sea la otra persona quien se rinda primero y no nosotros mismos. Jugamos con los besos, con los abrazos… jugamos hasta en la cama, con los llamados “juegos sexuales”, en los que incluso en ocasiones también nos cuesta ceder. Es como una apuesta en un juego de póker, queremos que el otro nos muestre toda su mano, mas nos cuesta trabajo mostrar la nuestra. De cualquier modo, pareciera que siempre pretendemos ganar, y si es la otra persona quien lleva la delantera, preferimos retirarnos del juego antes que perder.

¿Será entonces que las influencias de dichos juegos no sólo permanecieron en nuestra infancia, sino que en realidad los adoptamos como una especie de guía de comportamiento habitual, con sus respectivas reglas e instrucciones?

Y si así fuera, ¿seguiremos de menos conservando la mentalidad de que no importa ganar o perder, o esta vez enserio buscamos la victoria a toda costa?

Si la vida es como un juego de ajedrez, donde sólo aquel que logra desarrollar una mejor estrategia sale ganando, ¿el nivel de las citas y las relaciones será la partida más difícil de librar? Cuando al momento de tener citas, solemos apostar y arriesgar todo lo que tenemos por tal de encontrar a una persona especial y las cosas se reducen a ganar o perder…

¿por qué estamos jugando?

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