Este relato les puede parecer sincopado, y quizá sin sentido en algún punto, y es porque le he eliminado párrafos enteros -páginas enteras debería decir- por miedo a aburrirles. No obstante, si a alguien no le aburre y quiere seguir las andanzas e infortunios de este chapero puede leerlas es el blog de chueca que, aunque también resumidas, están más ampliadas que aquí y sin intención forzosa de que se pudieran leer con una sola mano. http://blogs.chueca.com/memoriasdunchapero/ También quiero decirles que en este relato, pero sobre todo en los dos o tres que le siguen se habla un poco de hongos alucinógenos -en concreto de la amaniata muscaria- si alguien cree que se puede sentir ofendido por sus usos y maneras, les ruego que no entren a leerlos. Mi intención no será nunca ofender a nadie, pero sé que hay gente muy sensible respecto a estos temas, aún cuando, en mi opinión, están en la naturaleza de las cosas. En cualquier caso, tanto si les aburro como si les ofendo sólo yo seré el culpable y lo único que me cabe hacer para evitarlo es avisarles previamente —————————————————————— Hay muy pocas cosas en esta vida que tengo como certeza absoluta y una de ellas es que los dioses, esos seres frívolos, caprichosos y miserables, no soportan fácilmente la felicidad en los hombres. Establecen como una obligación vital de éstos buscarla incansablemente y cuando unos pocos afortunados consiguen encontrarla hacen todo lo posible y lo imposible para desbaratarla, para que no dure demasiado, unos pocos días si acaso. Y éstos lo serán a lo largo de toda una vida no vayamos a acostumbrarnos, y encima, como dijo algún sultán o califa, o algún sabio, no sé, estos pocos días no serán ni siquiera seguidos. No puedo dejar de recordar ahora que estos seres volubles y antojadizos fueron realmente muy bestias conmigo, pero en algún tiempo, quizá disfrutando de un incansable juego eterno, pudieron ser también misericordiosos pues tuvieron a bien concederme un pequeño ramillete de días felices de esos pocos que me han de corresponder en esta vida. Mantengo, no obstante, la esperanza todavía de disponer de algunos más, que necesariamente habrán de ser ya pocos dado lo cicatero y mezquino de esta concesión divina, y es muy posible también que estas páginas contribuyan en mucho a impedir su arribo. Ahora, cuando ya empiezo a envejecer y rememoro aquellos días, a veces pretendiendo sin mucha fortuna, olvidarme de aquel pasado envenenado que me produce náuseas y arrinconar en lo más profundo de la memoria aquella vida miserable enganchado a aquel ser perverso, ahora, cuando ya he suplantado el odio por indiferencia, no sé si por necesidad o porque nada dura eternamente, hay sólo un período de mi vida que quiero salvar y es el que viví con Sal. Y quiero salvarlo porque es el único con quien tuve destellos de vida buena y limpia, el único con quien tuve ráfagas de vida que merece la pena ser vivida. Pero para alguno de aquellos seres volubles y envidiosos les debió parecer demasiado ya ¨el tiempo de felicidad¨ disfrutado porque cuando estábamos a punto de alcanzar con los dedos de las manos la luna, en su lugar me retornaron bruscamente al precipicio. Y aún debo decir que tuve suerte, pues fui cobarde y eso hizo que me faltara el valor necesario para acercarme más de la cuenta a su borde. Aquellos dioses viles y miserables me precipitaron al abismo y fue mi vida peor aún, no sólo porque tuve que pagar caro la osadía pretendida sino porque ya no fue fácil para mí retornar a la caverna. Ya había conocido el mundo exterior, había sido iluminado, sabía que había otras vidas, aunque hubiera que vivirlas a ráfagas, intermitentemente, pero al menos cada ráfaga produciría un resplandor y eso para quien vive entre tinieblas puede ser más que suficiente. Imploré y supliqué humildemente pero, aunque los dioses parece que escuchan de quietos como están, de ninguno se ha sabido que alguna vez haya contestado Hay personas que ejercen una gran influencia sobre otras, para bien o para mal. Esta influencia puede terminar tras un período corto y no dejar poso, ni sedimento alguno o por el contrario permanecer inalterable, por bien grabada y cincelada, a lo largo del tiempo. Para mí la influencia de Sal no terminó el día en que desgraciadamente dejé de verle sino que me alcanza por suerte hasta hoy. Mientras la nefasta influencia del más perverso hace mucho tiempo ya que logré quitármela de encima, la de mi Pigmalión permanecerá por siempre viva en mí. Sal permanecerá en mi corazón aún cuando éste nunca estuviera enamorado de él. Si el recuerdo del ¨gran bicho¨ ni siquiera me produce náuseas, como mucho fastidio, y la mayor parte de las veces sólo indiferencia, el recuerdo de Sal cuando lo evoco me produce, en cambio, agradecimiento, y como poco ternura y cariño. Me acuerdo de Sal cada vez que estoy sentado en un patio de butacas esperando que se levante el telón en cualquier obra de teatro pues fue con él con quien asistí a una función por primera vez. Ese momento en el que todo el mundo aprovecha para leer el folleto que les ha dado el acomodador yo pienso en él y en las muchas veces que asistimos juntos a funciones similares siempre invitado por él. Sí, y lo veo como una forma de pedirle perdón. Hasta que no conocí a Sal nunca antes habría podido imaginar que un simple vestido blanco de novia tirado sobre la tarima de un vacio escenario podría ponerme la carne de gallina, ni que pudiera llenar mi cuerpo de emoción y mis ojos de lágrimas. Tuvo gracia que fuera un inglés quien me diera a conocer a Lorca. Le recuerdo mucho cada vez que veo una película de Almodóvar pues fue con él con quien vi una por primera vez. Fue en el cine Alphaville a unas horas rarísimas de la madrugada. Me quedé como fascinado con este director y en la impresión supongo que tuvo algo que ver el hecho de que por primera vez veía en una película a dos tíos morreándose. Sal fue quien me descubrió a un montón de directores de cine italianos, alemanes y franceses, y con sus explicaciones en la cafetería del cine Alphaville, nunca más me importó ver crecer la hierba en las películas de algunos de esos señores. En el video de su casa me descubrió un mundo del que todavía hoy sigo disfrutando. Ir al cine el día del estreno de cualquiera de las pelis de Almodóvar me parece otra buena manera de pedirle perdón, y sé que cuando estas películas las estrenen en su país, él las verá también y pensará en mí. Gracias a Sal me saqué el pasaporte, y gracias a él salí al extranjero por primera vez porque le fui a ver a Phoenix en Arizona donde estaba trabajando, y para ello tuve que coger un avión – no, cuatro- también por primera vez. Y para mí no fue fácil, tenía demasiado miedo a hacerlo yo solo, pero él me convenció, me ánimó y yo lo conseguí después de muchos apuros. Y gracias a este primer viaje y a él, tuve una de las experiencias vitales más impresionantes y que en aquel entonces marcaron mi existencia como fue la convivencia durante algunos días con aquellos indios en territorio návajo. Y este primer viaje también fue el principio de otros muchos viajes, bien para mí solo, para mi propio placer, o para dar placer a otros, esto es, como chico de compañía de otras gentes con más posibles. También gracias a Sal aprendí a plantar la maría en las macetas de mi terraza y dejarme de idas y venidas. Sal lo sabía todo sobre cultivo interior de maría, sobre semillas, sobre cuándo y cómo plantar, sobre determinación del sexo de la planta, sobre enfermedades y bichos, cuándo y cómo cosechar, sobre secado y curado, todo. Aunque todo eso lo hacía para divertirse porque luego regalaba toda la cosecha a unos y a otros en pequeñas bolsitas. Sin embargo, para mí, Sal siempre estará ligado a los hongos alucinógenos. Especialmente a la Amanita muscaria, que con el tiempo llegué a la conclusión que era la ¨matamoscas¨ que llaman en el pueblo de mi madre y que siempre me había parecido una seta de lo más fea por muy roja que fuera. Siempre me habían dado asco esa especie de verruguitas blancas que todas tenían cuando las veía entre los árboles de la sierra. El hecho que fueran, según él, mansión de gnomos y duendes no me la hacía más simpática. Pero gracias a Sal no tardé mucho en cambiar de opinión, y en conocer sus usus y maneras, y no sólo no tardé en probarla, sino también en respetarla. Nunca supe exactamente de dónde conseguía aquellos trozos de hongos desecados como la mojama pero casi estoy seguro que el restaurante chino que había en la planta baja de su casa tenía mucho que ver en el suministro. Hoy difícilmente puedo brindarle a su salud nada con la ¨matamoscas¨ porque, no sé si por la falta de lluvias, o por el calentamiento global, o por la contaminación atmosférica o porqué, pero, al igual que de los hayedos y pinares de mi pueblo han desaparecido los lagartos, las ranas, los sapos y demás fauna también han desaparecido los hongos rojos con verruguitas, y los pardos, ahora que eso sí, boletus y níscalos quedan todavía un montón y a ésos, sí que los odio cantidad, pues no los puedo comer ni cuando tengo hambre. Gracias a la labor de este Pigmalión, no sólo mi vida ha sido más soportable, sino que me permitió también, no mucho tiempo después, realizar mi trabajo de chico de compañía, -o de chapero, me da igual, que después de lo relatado en estas páginas no debo tenerle miedo ya a las palabras -de otra manera, ampliando el espectro de posibilidades. Pude aspirar a gente de un cierto nivel de vida. Gente que no les gustaba viajar solos o que necesitaban que les acompañasen además de poder echar un buen polvo, o gente que aprovechaban los viajes de empresa y las tarjetas de la empresa para correrse una buena juerga conmigo, o con otros, sin riesgo alguno. Para mí estaba bien, por las noches les pertenecía a ellos que para eso habían pagado, pero el día, mientras trabajaban, era para mí, podía recorrer las ciudades donde permanecíamos, sus museos, sus parques, sus tiendas. Sí, estas últimas también porque hasta hubo, -los menos- quien me dio dinero para que no me aburriera durante el día y me fuera de tiendas. Nunca dije nada a nadie pero estando solo en aquellos viajes no me aburrí jamás, estuviera donde estuviese, aunque tampoco dejé por ello de ir de tiendas Desde niño siempre me ha gustado escribir pero cuando lo he hecho, intentando imaginar algo, un cuento, una situación, una historia, jamás he podido escribir lo más mínimo, nada. Invariablemente he advertido que carezco completamente de imaginación. Cero. Y si careces de imaginación como es el caso sólo puedes escribir, necesariamente, sobre lo vivido. Y si no te gusta lo pasado, como mucho sólo te queda la posibilidad de relatar lo deseado, lo que en verdad te habría gustado que hubiera ocurrido. Pero tampoco eso resulta fácil. Y en el medio, sólo te cabe mezclarlo, adornarlo, o modificarlo levemente si ello te resulta tan desagradable, pero tienes que ser muy bueno para hacerlo y que parezca verosímil. A veces también se me ha ocurrido pensar y escribir sobre cómo habría transcurrido mi existencia si todo hubiera sido diferente, de otra manera, si mis circunstancias hubieran sido distintas, y siempre he llegado a la conclusión de que no merece la pena pensar en ello, pues aparte de ser otra vida ajena a la mía, dada mi suerte era seguro que habría sido incluso peor. Pero incluso hoy, y eso que ya han pasado años, me sigue pareciendo todo tan raro, como si hubiera sido todo un mal sueño, y en cambio todo fue tan real. Y estoy seguro que dentro de otros veinticinco años, si estoy aquí que lo dudo, me seguiré acordando de la misma manera y no dejaré de tener la misma sensación de extrañeza, de lejanía, como si la cosa le hubiera ocurrido a otro, como si nada tuviera que ver conmigo y lo sufrí tanto, tanto….. Le conozco un sábado por la mañana. Christian me había llamado a casa el día anterior para darme su dirección. Le digo que no estoy muy bien pues me siento terriblemente cansado y tengo agujetas no se porqué. No me hace caso alguno. Me da la hora a la que el tipo me espera en su casa y me cuelga sin detenerse a preguntarme nada más ni a darme mayor información. Ni su nombre me dio siquiera. A la mañana siguiente me siento mal, no he dormido bien y sigo muy cansado. Me cuesta un trabajo enorme bajarme de la cama. Me doy una ducha con la esperanza de sentirme mejor después, pero nada. Tampoco mejoro desayunando. Visto mi lamentable estado me decido a llamar a Christian para decirle que anule la cita porque no me encuentro bien. En qué hora se me ocurrió. Buena gana de reproducir aquí lo que me dice por teléfono. Hay cosas que son demasiado sucias como para escribirlas en estas páginas que ninguna culpa tienen. Me bajé en la parada del metro de Lavapies y fue subir las escaleras y alcanzar la plaza cuando siento que me encuentro fatal pues tengo náuseas. Aquella mañana en Madrid es gris y plomiza. Daba la impresión que el cielo fuera a caerse encima de mi cabeza de un momento a otro de pesado que parecía. Me encuentro tan mal que me apoyo en un árbol pues temo que voy a vomitar y prefiero hacerlo sobre el alcorque que no sobre la acera. Empiezo a pensar que sería mejor volverme a casa porque no estoy en condiciones de nada, y menos de que me follen esa mañana, pero puede más el miedo que le tengo al gran cabrón que a mi fiebre. Y hay que ver lo mal que pueden ir las cosas en un momento dado cuando crees que ya nada puede ir a peor. Según estoy apoyado en el árbol respirando suave y profundamente aquel aire húmedo y frío y pensando si voy o me vuelvo, de repente empieza a llover y me pilla como siempre sin paraguas. Primero lo hace con una lluvia ligera que me da tiempo a pensar que ya estoy más cerca de la casa de la cita que de la parada del metro por lo que debo seguir adelante pero después lo hace de una manera desaforada. Es verdad que aquella primavera fue muy lluviosa en Madrid, recuerdo ahora. En aquella semana llevábamos varios días de lluvia, intermitente sí, pero persistente. Cuando llamé al portero automático Sal me contestó directamente preguntando mi nombre: -¿Alejandro? -Sí, soy yo-contesté ya tiritando -Sube. El ascensor está a la derecha según entras Menos mal, tuve suerte y había ascensor y el hecho de que Sal se dirigiera a mí por mi nombre me relajó un poco también, aunque ligero y transitorio alivio fue. Cuando entré en el ascensor me apoyé de espaldas en una de las paredes y también apoyé mi cabeza porque me dolía cantidad. Respiré lenta y profundamente, varias veces, llenando bien los pulmones y sintiendo que aquel aire húmedo me alcanzaba bién la base del estómago y lo hinchaba. Era verdad que estaba empezando a tiritar y a sentirme fatal. Me quité la chaqueta aquella de lana gorda, me sequé con ella la cara y me atusé el pelo. Miré mi cara en el espejo y de su palidez marmórea deduje que no estaba en condiciones de follar con nadie esa mañana. Temí que me diera alguno de esos jamacucos tan inoportunos. Temí también vomitar en cualquier momento pues seguía teniendo fuertes náuseas. Bueno, eso sí que habría sido ya la leche. Espero que este tío me folle rápido, que me folle bién, o mal, pero que acabe cuanto antes, recuerdo ahora que pensé, y espero que no se empeñe en que le coma la polla durante mucho tiempo porque me puede ocurrir cualquier cosa. Con paso más que vacilante salí del ascensor y llamé a la puerta. Hoy cuando con el transcurso de los años rememoro el principio de aquel primer encuentro lo que más recuerdo de él, es que no ví nada, ni aprecié nada, ni observé nada, ni me enteré, de nada de nada, hasta varias horas después. Sólo tiempo después pude observar sus ojos, que eran negros y muy profundos, y con unas grandes pestañas. Sus ojos eran tan inquietos que miraban sin cesar a una y otra parte, sin descanso, como si estuvieran mosqueados por algo, o buscando algo, o quizá queriendo controlarlo todo. Sólo permanecían fijos cuando se enganchaban a los míos y esto por suerte lo harían muy frecuentemente. Tras abrirme la puerta y entrar, sólo pude darme cuenta de la impresión que me dio la escalera de caracol que apareció delante de mí para subir al salón y a las habitaciones superiores de aquella casa. No podía ser, qué suerte la mía, lo que me faltaba, pensé, no he tenido que subir escaleras ningunas hasta aquí y ahora me toca subir dando vueltas. Pedí permiso para dejar la chaqueta en una silla y así disponer de mis manos libres, pero cuando empecé a subir por aquellas escaleras noté que, por mucho que subía, nunca llegaba al final. Cuanto más subía más sentía la impresión de que la escalera se hundía poco a poco bajo mis pies. Cada paso que daba más altos me parecian los escalones, más pesados tenía los pies, más necesitaba aferrarme a la varandilla, hasta que, en algún momento me agarré a la columna central, apoyé mi cabeza en ella como para recuperar aliento, y……… … y ya no recuerdo nada más. Mi siguiente recuerdo es estar tumbado en un sofá, mi cuerpo estaba completamente empapado no sabría decir si por la lluvia o por el sudor que me provocaba la fiebre. Todo mi ser desprendía calor febril y la cara me ardía, en cambio mi cuerpo temblaba de frio a la vez que sudaba y mi frente se perlaba de gotas de sudor. Sentía que tenía sed, sudaba, tiritaba, daba vueltas agitadas, me dolía la cabeza y mi cuerpo ardía como una estufa. Cuando vuelvo en mí, intento incorporarme pero me vuelve la tiritera, las náuseas y el dolor de cabeza. Veo a Sal tratando de impedir que me levante. Me ha quitado los zapatos, me ha desabrochado la camisa y me ha echado una manta encima. Apenas balbuceo unas palabras que le piden perdón, y apenas oigo otras amables que intentan tranquilizarme. Sal me hace tomar una aspirina y un vaso de anís mezclado con agua que me sabe a rayos. Me pone en la frente un trapo mojado en agua muy fría que me parece una acción un poco exagerada pero que le agradezco, aunque me produce un fuerte dolor punzante en el entrecejo, como el que a veces producen las bebidas muy frías tomadas con ansia en el calor del verano. Me intento destapar porque el calor febril que desprendo es demasiado y los sudores muchos, pero Sal me vuelve a tapar una y otra vez, y a cambiarme el trapo de la frente. Tengo los pies fríos, dolor lancinante de cabeza, la camisa empapada, y una temblaera incontenible que hace castañetear mis dientes y, por si todo esto no bastara, además deliro. Estoy en medio de un paisaje espeluznante que miro petrificado y sobrecogido. Tanta destrucción sólo puede ser el resultado de un terremoto, o de una batalla o de una catástrofe nuclear. O quizá sea la consecuencia de todo a la vez. Hay muertos desnudos tirados en el suelo por todas partes formando figuras grotescas y otros muchos, también desnudos, amontonados al lado de fosas y barrancos, hay cadáveres ardiendo en piras gigantescas sobre montículos, y al lado de cráteres y zanjas, todo es fuego, ruina y desolación. Hay restos de armamento que observo extrañado porque corresponden a épocas diferentes. Huele a carne humana quemada y es un hedor tal que me provoca náuseas y me pone al borde del vómito, y ruidos estruendosos y ensordecedores que no hacen sino estremecerme aún más. Veo que también hay sombras a mi alrededor que se acercan y se alejan, todo es gris o negro, tétrico, sopla un viento boreal, veo a lúgubres figuras que parecen como monjes o forzados galeotes. Llevan cruces y cirios apagados aunque todavía humeantes los unos, y arrastran fuertes cadenas y grilletes los otros, todos están entre tinieblas, o entre un denso humo, o bajo una pesada niebla, algunos monjes a pesar de que llevan la capucha del hábito levantada dejan ver sus caras cadavéricas y desvaídas. Otros monjes llevan en sus manos, ásperas y nudosas como sarmientos, látigos provistos de tralla con los que flagelan salvajemente a diestra y a siniestra a todos aquellos galeotes desnudos que se arrastran hasta ellos, revolcándose por el lodo, intentando comerles los roñosos pies, o las albarcas de cuero y esparto, obscenamente entregados, a cuatro patas algunos, ansiosos todos por obtener su penitencia, dispuestos a cualquier cosa por recibirla, revueltos, exaltados y con su miembros empalmados y agarrándoselos unos a otros, haciéndose entre ellos mil puñetas, suplicando a los ajusticiadores, que sean despiadados con los zurriagos sobre sus espaldas para poder alcanzar la remisión de sus muchos pecados y culpas cuanto antes. Otros suplicantes están de rodillas ante los verdugos mostrándoles sus bocas babeantes, o están ya dentro de sus hábitos balanceando frenéticamente sus cabezas, con aquellas manos de cernícalos lagartijeros de los castigadores sobre sus nucas, mientras reciben los feroces azotes de éstos. Otros disciplinantes llevan capirotes como los nazarenos de Semana Santa, éstos me dan más miedo pues vagan como embobados haciendo círculos infinitos, sin rumbo fijo, andando sobre muñones sanguinolentos en vez de pies. Algunos de estos nazarenos sólo muestran unos ojos blancos, opacos, carentes de iris, mientras que otros tienen largos clavos perforándoles los ojos, todos levantando los brazos y sacudiendo violéntamente, a uno y otro lado, sus báculos, o sus cayados. Otros feroces sayones tocados de mirras y birretes, con gruesos anillos de amatistas o granates en sus dedazos de uñas negruzcas, vestidos con largas y sucias túnicas negras de donde refulgen exagerados crucifijos de oro y zafiros verdes martirizan a los penitentes que se les exhiben desnudos, tirando cruelmente de lo único que cubren su cuerpo, de fajas gruesas de cerdas o punzantes cilicios de hierro que les desangran como mortificación muslos, falos, brazos, torsos y tripas. Otros flagelantes, con la espalda descubierta, muestran multitud de puntos sangrantes provocados por flagelos de púas que ellos mismos sacuden con las manos atadas. Algunos forzados arrastran a otros galeotes tirándoles de argollas en el cuello o en la nariz mientras a su vez, arrastran gruesas cadenas en manos y pies y parece que se ríen de manera estentórea con sus bocas desdentadas, y dan gritos tenebrosos o quizá, son los gritos del averno donde por fin, después de haberlo temido tanto, ya me encuentro, aunque me digo que es extraño pues es mucho el frío que hace, pero desde luego los gritos son exagerados para ser humanos. Y unos penitentes a las órdenes de un encapuchado descomunal se acercan a mí y me despojan violentamente de todas mis vestiduras y doblándome sobre mi cintura dejan mi culo bien expuesto, unos pretenden azotarme con una larga verga de toro, mientras el encapuchado exhibe ya la suya al aire, enorme y bién dispuesta, por debajo del hábito, no dejando lugar a dudas de lo que pretende hacer con ella. Yo estoy aterrorizado, nada impido, estoy entregado, rendido, y después de sufrir los primeros zurriagazos me voltean y me levantan las piernas sosteniéndome en alto mil brazos de huesudas manos, y aparece por debajo de mí, en mi entrepierna desnuda, una zarpa, queriéndome arrancar mi falo erecto y los huevos, y por los laterales aparecen sendas garras que me clavan sus uñas afiladas y rasgan mi carne profundamente abriéndome las tripas y el pecho, de donde no sale sangre alguna, como si estuviera seco o como si estuviera muerto. Y las garras escarban ávidas en mis entrañas y en vez de vísceras extraen en su lugar infinidad de asquerosas serpientes que inmediatamente reptan por todo mi cuerpo, y se enroscan en mi cabeza, en mi cuello, en mi pecho, en mis piernas, y cuando creía que iba a ser devorado de lo poco que de mí quedaba, empezando por mis ojos vidriosos que parecen gustar a sus bífidas lenguas, aparece de repente, a los sones de clarínes y atabales, un bellísimo y radiante angel blanco de profundos ojos negros y grandes pestañas, blandiendo una fulgente espada y vestido con túnica roja tirando a violeta y ribeteada en oro, pertrechado de emplumado yelmo, imbricada loriga, ajustada escarcela, y metálicas grebas, montado en un caballo blanco y alado también, elegantemente enjaezado y que pisa con sus patas y cascos a esos seres aberrantes, e inmundos, que contra él nada pueden, y salen despedidas, huyendo despavoridas tras monjes, galeotes, nazarenos y flagelantes. Cuando desperté de esta pesadilla gótica ya estaba anocheciendo y la lluvia golpeaba en los cristales. Ahora me daba cuenta que estaba en una de las casas más bonitas en la que haya estado nunca. Era como una de esas casas de las peliculas de Paris, como una de esas buhardillas de Montmatre, donde viven pintores bohemios o músicos de la farándula. Miré a mi alrededor y vi que era una casa muy antigua a la que se le había añadido la mitad de una enorme terraza acristalando las paredes y parte del techo de ésta. La cubierta de medio salón era de cristal sostenido por un gran armazón de hierro y una columna de forja en el medio de la estancia. Las vigas del techo con sus remaches y todo también eran vistas y estaban bien cuidadas y pintadas como la escalera de caracol que tambien era de hierro, aquella que no recordaba haber terminado de subir. También había una bonita estufa, redonda, de ésas que hay que levantar una tapa en la parte superior con un gancho para echar el carbón, y cuya tubo de evacuación iba paralelo a la columna hasta salir a la calle. Me encantó escuchar el tintineo intermitente de la lluvia sobre el techo entramado de cristales.

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