Tardé mucho en dormirme y además tuve una noche agitada despertándome muchas veces y dando vueltas y más vueltas. Estuve pensando en lo último que me había dicho, y en todo lo que me había pasado ese día. ¿Entonces tendría que follármelo?, eso para mí, sí que iba a ser toda una novedad, en fin haría lo que pudiera tampoco quería empezar a preocuparme. Creo que me dormí pensando en que Sal tenía una culo muy bonito y muy apetecible. Nos despertamos el domingo casi a la vez. Había salido el sol y entraba centelleante por todos los cristales de aquel enorme salón. Había dejado de llover por fin. Y no sé, pero nadie debía haber reseteado aún mi automático cerebral porque los efectos del cortocircuito todavía continuaban en mi mente. Lo que es normal que en los hombres esté duro todas las mañanas, en aquel día y en aquella cama, no lo estaba tanto, y eso, por ninguna de las dos partes. No obstante yo me acerqué a él y le apreté dulcemente contra mí dejándose hacer. -¿Entonces, me has hecho venir aquí para follarte, tío? -Esa fue mi pregunta casi sin decirle buenos días -Hombre, sólo si quieres. No es mi intención obligarte a nada. Si no quieres no pasará nada, pero yo soy pasivo, sí. -No, no. Si no es ése el problema. Claro que te lo hago si es eso lo que te gusta, y estoy seguro que me encantará hacértelo. Es que me he quedado un poco descolocado. Debe ser la novedad, eso es todo. -Pues ya lo sabes, como me debes una cita, cuando estés disponible y te apetezca volver a verme, aquí te espero. Ya te daré mi número de teléfono para quedar cuando te venga bien ¿De acuerdo? Pero eso sí, no me hagas esperar hasta que llueva otra vez y la lluvia resuene en estos cristales, porque tío, en este país de infierno eso puede tardar en ocurrir meses. -Vale. Pero el problema es que yo no lo he hecho nunca y no sé si estaré a la altura de lo que tú necesitas. Quizá si tu tomas la iniciativa y me vas diciendo………-digo esto más pensando en la posibilidad de que aquella mañana quiera hacerlo que en la posible ayuda que aquello pueda procurarme en cuanto a cambiar el interruptor biológico en la cabeza. -No te preocupes que lo haremos cuando sea el momento propicio y no tendrás ningún problema, ya verás. Y volviéndose hacia mí y abrazándome empieza a comerme la boca muy despacito, y a meterme su lengua hasta la garganta y a morderme los labios suave y dulcemente y su mano a deslizarse para acariciarme el pecho y su rodilla a subir hasta mi entrepierna a presionarme los huevos. Sus dedos juguetean con mi ombligo y la mano entra suave y perezosa en el calzoncillo, primero por detrás y luego se adentra acariciando los territorios delanteros más principales y deseados por él. Siento que el automático mental se rearme rápidamente porque me excito súbitamente y me entran unas ganas locas de comerle el rabo. -Quiero comerte el rabo, bien comido, tío –se le digo con la cara roja de la excitación mientras inicio los movimientos de bajarme al bicho. Pero él me detiene con cariño a la vez que con firmeza -No. Quiero comértelo yo a ti primero. Ya te siento muy duro y quiero comértelo a placer. Me apetece mucho. -No, porfa déjame a mí primero, te lo ruego, después me lo haces tú ¿vale? –sigo insistiendo -No, yo primero –me dice con tenacidad -No, porfaaa, andaaaa –le suplico zalamero. -¡Coño¡ es la primera vez que me pego con alguien por quien es el primero en comer rabo -Bueno, vamos a hacer una cosa. ¿Qué te parece si lo primero que tú y yo hacemos es un 69? ¿De acuerdo? -Genial, eso me encanta Mientras se quita la parte de arriba del pijama yo me giro y me bajo en la cama hasta la altura de su falo. No es muy largo. Al menos a estas alturas ya he visto los suficientes como para tener una idea de tamaños, tanto de longitudes como de grosores. Qué manía absurda, ésta mía de comparar. Si lo importante no es la herramienta sino quien está detrás, quien la maneja, o quien la empuja, pero nada, parece inevitable la comparación aunque a ninguna parte lleve. En ella, Sal no sale malparado pues aunque tiene el rabo corto, es proporcionado y bonito, grueso de tronco, más en la base, y gran capullo que sobresale del tallo como gran sombrerete. Es, pienso al momento, un rabo muy cabezón, como un buen hongo, a él que tanto le gustan, -aunque paradójicamente, no el phalloides que ya me advirtió que no sólo era muy venenoso sino también mortal-. Y hay otra cosa que me encanta, descapullado, el glande de Sal es sorprendente por lo sonrosado, y cuando lo manipulo y consigo que el falo se ponga duro, es duro de verdad, muy consistente y terso. Y nos comemos cada uno lo del otro con gran ansia y deseo, con impaciencia, con agitación, con frenesí. Yo repito las mismas caricias bucales y movimientos manuales que me hace él a mí, ya que, despojado como he estado siempre en el sexo de iniciativa y criterio, entiendo que me está indicando con sus maniobras cómo le gustaría que se lo hicieran a él. Pero en ese momento, Sal está abandonado a mí, en otra esfera, en otro plano. Sal es un felador nato, se ve que le encanta comerla y que desatiende por completo a su propio rabo. Todos los ostentosos movimientos felatorios que hace con su cabeza van encaminados a producirme el mayor de los placeres y los hace acompañar de sus manos que, aprovechando la gran cantidad de saliva que va desprendiendo su boca, se pasean por mi rabo y huevos con gran lubricidad volviéndome loco de lujuria y lascivia. Recorro su enorme capullo, aquel gran sombrerete sonrosado, con mi lengua que lo acaricia y no se cansa de lamerlo y degustarlo, mis labios logran abarcarlo y giro mi cabeza para comérmelo radialmente en un movimiento de volante. Noto que mi lengua, intentando entrar en su orificio uretral, le estremece pues retira sus caderas levemente hacia atrás involuntariamente, aunque enseguida vuelve ansioso a por más. Con no poco esfuerzo, aquel hongo tan rico, aparentemente inofensivo e inocuo, entra poco a poco en mi boca y se intenta deslizar hasta dentro abriéndose camino. Es tan cabezón que hace tope en todas partes pero me hago con él y llega hasta lo más profundo sin dañarme la garganta y sin más problemas. Es entonces cuando mis dedos osados deciden exploran territorios ignotos hasta ese momento, y es seguro que le han de gustar pues gime lastimero sólo de intuir apenas esa posibilidad. Me lubrico un dedo con mi boca y empiezo a acariciarle la entrada del ojete haciéndole suaves circulitos alrededor y cuando oigo sus suspiros y gemidos me convenzo de que no me equivoco, de que aquel es el camino. Efectivamente, aquello le gusta y por ello me animo a seguir y empiezo a introducírselo, poco a poco, con suavidad primero, con más energía después y fuertes espetadas al final. Mientras esto ocurre seguimos devorándonos el uno al otro, comiéndonos los huevos, y me doy cuenta de que los suyos tampoco son pequeños. Pero todavía se volverá él más impúdico y libidinoso cuando mis movimientos de cadera le irrumen salvajemente la boca. Esta acción no dejo de apreciar que le excita sobremanera y pone su rabo todavía más duro y cabezón, hasta el punto de ponerme en dificultades de metérmelo enterito en la boca. Tanta lubricidad, tanta dureza de movimientos y tanta lujuria me pondrán al borde del orgasmo sin poder remediarlo, en no mucho tiempo. Pero es que además, el gusto que recibo es tanto, estoy tan poco acostumbrado a lo que me están haciendo, es tanto el morbo sobrevenido y tan poco lo esperado, que siento que voy a correrme forzosamente si no para inmediatamente de comerme la polla. -Para ya, tío, por favor, para un momento. -le digo que pare, pero ni caso, yo no puedo seguir comiéndole nada a él. -Para tío -le imploro, le suplico que me voy a correr si no se detiene. -Para tío, no puedo más -intento salirme de su boca desplazando el cóccix hacia fuera, pero me lo impiden sus manos que sujetan firmemente el sacro. No quiero correrme dentro de su boca pero no voy a poder impedirlo. Y efectivamente sin poder contenerme más, con mi cara apretándose estrechamente contra su rabo y huevos, oliendo la suave fragancia de éstos, mis manos agarrando su culo con mis dedos y clavándole las uñas en sus glúteos, mis piernas estirándose todo lo largas que son y los dedos de mis pies contrayéndose fuertemente me derramo dentro de su boca entre convulsiones y espasmos, sintiendo cómo el chorro de lefa entra en su garganta y cómo la recorre toda ella, noto cada movimiento de su garganta apretando mi capullo y tragando mi esencia con el mayor de los gustos, y cómo después su lengua se entretiene en lamer todo mi glande para recoger todo lo que pudiera quedar por los bordes para que no se pierda nada, para que no se desperdicie nada. Y yo, dejo de apretar mi cara contra sus huevos y paso a besarlos en señal de agradecimiento, y en vez de castigar su culo con mis uñas, paso a acariciarlo y a mimarlo mientras me relajo y disfruto del momento. -¿Qué tal? –oigo que me dicen desde la lejanía, casi desde otro planeta, tras los momentos de fuertes espasmos y respiraciones agitadas. Después de un tiempo de silencio imprescindible, que odio que rompan, para recuperar el aliento, el sentido, y descender del paraíso a donde me ha desplazado su mamada, me giro complacido y, buscando su boca, le doy un beso interminable, única manera que se me ocurre de agradecerle tanto placer. -Bien, muy bien, tío. He tratado de no correrme en tu boca, tío, lo siento, pero no he podido evitarlo por mucho que te he dicho que pares no me has hecho ningún caso, y…… -Pero, ¿te ha gustado? o ¿no? -Mucho. Aunque me daba palo correrme en tu boca, ha llegado un momento en que ya no me podía resistir más y me he dejado llevar, me he abandonado. Lo siento, pero es que es la primera vez que me lo hacen así, la primera vez que me corro en la boca de un tío, y sí, me ha gustado cantidad. -Vaya, pues me alegro de ser el primero en algo contigo. Quería hacerlo para impresionarte. -Puedes ser conmigo el primero en muchas cosas. Tampoco estoy tan usado o al menos no me gustaría estarlo –le contestó un poco ofendido y cambiando la expresión de la cara, pero en absoluto desafiándolo -Perdona no te quería decir lo que has interpretado. Por nada del mundo te querría ofender ni avergonzar. Yo no soy quién –vi claramente que para quitar hierro cambiaba de tema. -¿Sabes qué? -¿Qué? –le dije contemporizando y en buen tono -Que me ha gustado mucho lo que me has dado, estaba muy rico. -Gracias, pero no me ha costado nada ser desprendido –le digo irónico -Ahora, tengo que decirte que no me aguantas nada, enseguida te vas. Eso hace que no disfrutes a tope. ¿Siempre te corres tan rápido? – Esta pregunta me deja estupefacto pues si es así, nunca he sido consciente de ello. -Pues, no sé. Nunca he tenido hasta ahora la sensación de ser un flojo en correrme. Siempre me han utilizado de forma pasiva y quizá el tiempo no ha tenido importancia para mí. El tiempo era algo que dependía de los otros, era fijado por ellos. A veces, muchas, ni me han corrido siquiera, ni me han dejado hacerlo mí. Por eso quiero correrte ahora a ti -No, no pasa nada, tranquilo, ya lo harás, yo rara vez me corro es un desperdicio. Conmigo, te digo, serás tú quien fije el tiempo o al menos éste dependerá de ti, más que de mí, ya lo verás. -¿Un desperdicio correrse? ¿Qué me dices? -Sí, un desperdicio. Y un derroche. ¿Te apetece que nos vayamos a tomar el aperitivo a La Bobia? O ¿prefieres irte a casa? -Sí, me gustaría ir a La Bobia contigo. No tengo ninguna prisa, mi vieji hasta la noche no vuelve de su pueblo. Tengo tiempo y además me encanta ese bar. -Si quieres después de La Bobia podemos ir a comer al chino de abajo, son amigos míos, voy todos los fines de semana. Es un bar muy cutre y muy barato pero se come genial ya verás. -De acuerdo, me encantará ir contigo pero tengo un problema y es que no tengo mucho dinero. -No te preocupes, yo te invito, y ya te he dicho que no es muy caro La Bobia era un lugar que me encantaba pues era un lugar de encuentro fascinante. Siempre que iba al Rastro, lugar al que no dejaba de ir los domingos por la mañana si los tenía libres, me pasaba por aquel bar después, solo o acompañado, a tomar una cerveza. Hoy es una pena lo que han hecho de ese lugar, como de tantos otros en Madrid, es una fea y vulgar cafetería, que nada evoca, y que para nada sugiere lo que en otro tiempo fue. Hoy bien poca gente va, por lo menos si se compara con la gente que tomaba el vermú allí los fines de semana. En aquel tiempo era un hervidero de gente que lo llenaba todo, hasta la acera de la calle estaba siempre llena de gente tomando cerveza, charlando y fumando costo. Con suerte podías encontrarte con algún famoso de entonces o con alguno que lo sería después. Cuando llegamos al bar ocurrió lo que me temía, un tío se acercó a mí y me preguntó cuantos talegos de costo quería. Le dije que nada, que hoy pasaba, pero el tío insistió dejando más que en evidencia que nos conocíamos. -¿De qué conoces a ese tipo? Cuando Sal me preguntó de qué conocía a aquel tipo pude hacerme el loco o pude mentirle y pude contarle cualquier milonga, pero preferí decirle la verdad. Conocía a Sal del día anterior pero me merecía y me ofrecía ya más confianza que otros muchos antiguos conocidos. Preferí decirle que la acera de La Bobia era el lugar a donde Christian me mandaba a comprarle costo, y se lo compraba a ese tipo o a otros similares de los muchos que por allí había. Llevaba mucho tiempo ya haciendo aquello, y de todas las cosas por las que me pudiera avergonzar en aquella época ésa no sería, precisamente, la peor. -Christian me manda aquí de vez en cuando para pillar chocolate –le contesto mirando a la calle -¿Haces por él esto también? Qué cabrón. Y ¿porqué no viene él mismo a pillarlo en vez de utilizarte de mula? Ese tío me está pareciendo que es un poco hijo de puta. ¿Tan colgado estás de él? Me encogí de hombros y, mirando hacia otra parte, nada contesté. ¿Que si me utiliza de mula? No lo sabes tú bien, pensé. Supongo que hablar de eso ya habrá ocasión con el tiempo. A lo mejor perdí una buena oportunidad de entrar en confidencias, pero el caso fue que nada le dije. No le dije que también me mandaba a otros lugares menos agradables y seguros que éste, a otros bares y tugurios oscuros a comprarle poppers por ejemplo, ni lo que era peor que también iba a polígonos industriales desolados del extrarradio llenos de prostitutas, o a puentes lejanos en el país de los zombis o a muros inmundos en tal o cual lugar, siempre en penumbra, a los que se llegaba tras coger el metro, el autobús y cruzar extensas explanadas solitarias, a donde había que llegar antes de la puesta de sol si no se quería pasar auténtico pavor a la vuelta cuando se levantaban los fantasmas de ultratumba. Y tampoco le dije que allí no era costo lo que compraba, que para ese viaje no haría falta irse tan lejos, ni la mula necesitaría llevar alforjas. La mula, hechizada y embobada, iba a la conquista de chivos con exagerados anillos de oro en los pesuños y de camellos ornados de gruesos collares al cuello, poseedores todos ellos del mejor caballo, jaco o burro que de todas las maneras aquello fue llamado, y que para nadie debe resultar extraño que produzca muermo, aunque yo nunca gusté de tienta, y puestos en plan equino nunca supe ni quise saber lo que la gran acémila hacía con ello. Y en otras ocasiones fui a buscar aquella “nieve o polvo de los andes” como, pomposamente, el muy idiota de mi dueño llamaba a la coca y que no he oído a nadie volver a llamarla así. O pregunté por peyote que fue siempre su antojo y de la que nadie había oído nunca hablar. Y también en ese momento pude hablarle de Sergio pero no lo hice. No sé si porque no era el momento adecuado o porque no era el lugar. Seguramente por las dos cosas. Una de las impresiones más fuertes que me he llevado en la vida, y que siempre tengo presente, sin que se haya reducido lo más mínimo la intensidad del impacto, como si no hubieran pasado tantos años ya, fue conocer, en los bajos de alguno de aquellos puentes lejanos del territorio zombi, a Sergio. Era un auténtico esclavo, poco más o menos de mí edad, el único digno –es una manera de hablar- de semejante nombre que he conocido, y eso lo digo yo, que algo de experiencia tengo y que, lampando como siempre andaba de tirar de chuta en cualquier ocasión, le utilizaban como cobaya humano para probarlo todo, para detectar cualquier adulteración, o para producirla. Sergio, que ni para el trueque servía ya, era utilizado para que se metiera chutas de muestras de dudosa pureza, y en función de su viaje o mejor debería escribir, de su desparrame, se cortaban más o menos, y las mezclas para el corte podían ser con lo primero que se tuviera más a mano, con polvos de talco, con aspirina machacada, o con leche en polvo en el mejor de los casos y en los peores hasta con estricnina. Y Sergio, con la mansedumbre del sometido al yugo, con la claudicación del vencido sometido a horrible cautiverio, con el sometimiento inducido por unas cadenas invisibles de gruesos eslabones, sin necesidad de trallas ni vergajos, ni de grilletes o argollas, bien domado sin fusta, experimentaba con ojos agradecidos y subyugados y con extrema complacencia servil los efectos de las catas. Y cuando no había mierda que probar o muestras que testear, y dependiendo de la visita del mono o de la negra que casi siempre era mucha y llegaba invariablemente temprano y alguna vez hasta con guadaña, dormitaba amuermado o modorro, que para el caso es lo mismo, sobre una colchoneta en una sucia, vieja y maloliente tienda de campaña de color verde en aquella explanada hendida de surcos cercana al polígono industrial de Vallecas villa, rodeado de papeles, cartones y botellas en el mejor de los casos y en el peor entre sus propios excrementos y vómitos, o se ofrecía a cualquiera de los que se aventuraban por aquel puente a hacerles una mamada por unas cuantas monedas que pocos le aceptaban porque les repugnaba aquella boca de labios cortados, costras en las comisuras y repleta de dientes negros partidos. Vagaba flaquísimo y encorvado, rodeado su cuerpo de una costra de suciedad acumulada de meses, si no años, arrastrando los pies, las más de las veces desnudos, con brazos y piernas llenos de verdugones y pústulas, secuelas de picos y chutas, y también cardenales en cara y espalda de los golpes que recibía de los camellos y chivos cuando se arrastraba ante ellos suplicándoles que le metieran cualquier dosis de mierda. Y cuando no había esclavizadores, o verdugos, o éstos pasaban de él, o le despedían a patadas y empujones que así ocurría con más frecuencia de las que recordaba, Sergio quedaba como el esclavo de los esclavos, de todos los demás espectros, que en ese inframundo también hay clases, y jerarquías, y al ser el paria más ínfimo, el siervo más insignificante, siempre debía estar dispuesto a ir a por agua, chutas, plata, limones, azúcar, o a por cualquiera otra necesidad de aquellos que no eran sino de su misma laya. Y a dejarse usar, primero por el jefe de la peña espectral, después por sus lugartenientes y por último por los más inferiores, que no es imprescindible estar vivo para desear meterla en agujero caliente y prieto, y los muertos de aquel orco debían saber bien cual era la especialidad de Sergio, acomodarlas y hacerlas hueco, pues a esas alturas ya debían saber que solía ir bien holgado en todo momento, y todos preferían su culo a sus mamadas. Yo, supongo que por tener cierta tendencia a la náusea, tampoco quise ninguna, pero quizá porque nunca fui demasiado delicado de olfato, conversé mucho con él. Me habló de su familia de siete hermanos y un sobrino –recalcaba levantando el dedo- todos mayores que él, a quienes les robaba y vendía todo y que acabaron echándole de casa. También me habló de su padre alcohólico que le maltrataba y metía mano a la vez que al sobrino, y de su madre analfabeta que era la única que trabajaba en aquella casa limpiando otras, y, por la única que al hablar, se le humedecían los ojos. Y muy chulito me habló también de lo guapo que había sido –y que algún destello mantenía todavía a pesar de todo- y de su cuerpo de gimnasio, y de su culo, y de los muchos amantes que habían estado locos por ese culo –algún famoso jugador de fútbol entre ellos- y que se habían aprovechado de él –de todo él – y luego habían pasado. Que nadie le había cuidado y le habían gastado porque, según decía, a las personas como a las cosas si se las usa mucho, en demasía, acaban gastándose antes de tiempo. Me dijo también que, seducido por un amigo más íntimo que otros, y para pagar los gastos del pico de ambos, había acabado prostituyéndose en un bar de Azca y luego, -o antes- todo había empezado a ir de mal en peor. Le ayudé en lo que pude –poco, pues pude hacer mucho más- pero al menos la ropa y los zapatos últimos con los que le vi eran míos y la trenca que tenía también. Pero, cuidado, porque la ínfima cosa que hice por Sergio me la pagó con creces, pues me hizo el mejor de los regalos que me pudo hacer: su espejo. Y cada vez que me veía, si su muermo de burro se lo permitía y su estado sólo era el de semizombi, me sonreía con amplia sonrisa sin importarle enseñarme aquellos dientes negros y partidos, y me acompañaba de vuelta hasta la carretera y permanecía en la acera hasta que yo desaparecía camino del autobús. Jamás me he picado y nunca sabré si ha sido por mi pavor enfermizo a las agujas, -sólo un poco menor que mi ofidofobia-, o gracias a Sergio, aunque creo decantarme por esto último. Hasta un ser como Sergio pudo servir de modelo, de ejemplo para alguien. A mí me sirvió de espejo donde mirarme, y su reflejo, aún me estremezco hoy cuando lo pienso, era en verdad, el paradigma del espanto. Aún recuerdo con pena cómo le compraba botellas de leche y cómo se las llevaba a aquella gruta de leprosos y que a partir de cierto día las llevaba y me las traía sistemáticamente porque nunca más conseguí volverle a ver.

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