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Aromas de verano y adolescencia

La historia comienza como tantas otras, entre chavales que exploran su sexualidad.

Éramos adolescentes. Yo un chico, alto y delgado, más bien tímido.

El pelo negro y liso caía sobre mi frente en un flequillo largo que me otorgaba cierto misterio. Alfonso tenía 16 años cumplidos hacía poco.

Piel morena, robusto y con algo de tripilla, bastante desarrollado para su edad. Por todas partes rezumaba virilidad.

No recuerdo exactamente cómo nos conocimos, probablemente en alguna quedada en la que un amigo trae a otro amigo que a su vez trae a un amigo… El caso es que, sin ser íntimos, ambos lo pasábamos bien juntos y podíamos confiar el uno en el otro.

Alfonso era lo que se dice «un buen tipo».

Aquel verano, hace ya 20 años, una vecina de nuestro amigo Marc se ofreció a prestarnos su apartamento de la playa mientras estaba de viaje.

Y allá que nos fuimos los seis de siempre a pasar unas vacaciones «de lujo» entre colegas y celebrar su cumpleaños, que coincidía con esas fechas.

El día lo dedicábamos a bañarnos, tomar el sol, jugar a fútbol, hacer el idiota, comer mal y beber toda la cerveza que podíamos conseguir, teniendo en cuenta nuestra edad. Por las noches se dormía lo justo.

A Alfonso y a mí nos tocaba compartir la habitación de los padres. Ni la estancia ni la cama eran grandes, por lo que la posibilidad de contacto fortuito entre los dos era alta.

Y, la verdad, tampoco era algo que me obsesionara. Ya hacía tiempo que tenía clara mi atracción por los chicos, aunque entonces lo mantenía oculto, pero nunca había sentido interés alguno por Alfonso.

Mis fantasías estaban pobladas de hombres de más edad, de mucho músculo y enormes pollas. A mis ojos, él era solo un amigo más.

Y eso que, pese a no ser especialmente atractivo, tenía un carácter extrovertido y bromista que lo hacía bastante popular entre las chicas. De hecho, a su edad ya tenía un buen historial de novias.

Todo esto cambió una de aquellas noches.

Después de una cena con poca comida y demasiada bebida, nos repartimos por nuestras respectivas habitaciones.

Alfonso se desvistió, conservando solo unos boxers anchos, se dejó caer de golpe en la cama y se durmió al instante.

Sin embargo, yo no encontraba la manera de pegar ojo. El día había sido intenso, y el calor nocturno se hacía insoportable.

Era imposible dejar de sudar. El ventilador, a máxima potencia, solo conseguía remover y repartir por la habitación un aroma muy masculino, especialmente el que provenía de Alfonso.

Su olor corporal era potente y, pese a los frecuentes baños y duchas, se dejaba sentir durante todo el día. He de reconocer que esos “perfumes” me excitan bastante, y el hecho de tenerlo junto a mí, casi desnudo, complicaba aun más las cosas.

Por si esto no fuera suficiente, al cambiar de posición en la cama y ponerse boca arriba, me percaté de algo. La poca luz que entraba desde la calle a través de la persiana dejaba ver un bulto muy evidente en su entrepierna.

“¿Está empalmado?”, pensé. Había que comprobarlo.

Con mucho tiento, acerqué mi mano y pude comprobar que, en efecto, su verga estaba firme como una roca y que parte del glande emergía de la bragueta.

Era mi obligación liberarlo. Cuidadosamente desabroché el botón y, como en un truco de magia, hice aparecer su polla al completo, firme y orgullosa.

No era muy larga pero sí bastante ancha. Mi excitación iba a más. Sabía que corría un gran riesgo, pero tenía que aprovechar la ocasión.

Fui poco a poco acercando mi cara a su paquete dispuesto a saborear aquel manjar. Iba a ser mi primera mamada.

Lo primero que me llamó la atención fue el aroma que desprendían sus pelotas. Toda la actividad del día y el vello abundante que las poblaba habían dejado huella.

Emulando a los actores porno con los que me deleitaba en casa, mi lengua fue recorriendo su pene desde la base.

Al llegar al glande, percibí un sabor salado: tenía presemen en la punta. Debía estar muy excitado, supuse que por el mismo sueño húmedo que había provocado aquella monumental erección.

Lentamente fui introduciéndolo en mi boca, bien salivada, hasta que entró entero. ¡Qué sensación! Aun lo recuerdo, duro, caliente y palpitando.

Siempre atento a cualquier reacción de Alfonso, aunque parecía profundamente dormido, comencé a succionar su falo suavemente y a mover la lengua a su alrededor para estimularlo sin sacarlo de la boca.

Dudaba que llegara a correrse, pero era mi momento de disfrutar y, de paso, de ganar algo de práctica.

No sé si fueron solo mis movimientos o quizá ayudó el siguiente sueño erótico que ocupara su mente en esos momentos, pero el caso fue que, en a penas un par de minutos, un líquido espeso, salado y acre empezó a llenar mi boca.

Tardé mucho en ser consciente de lo que estaba pasando. Era la primera vez que se me corrían y no estaba preparado para aquello.

La sensación me resultaba muy extraña, y me debatía entre el asco y la excitación. Los trallazos y sacudidas de su polla parecían no acabar.

No sabía si podría aguantar mucho más sin que el semen comenzara a rebosar por las comisuras de los labios.

Cuando por fin cesaron, me decidí a sacarla dulcemente de mi boca, con cuidado de no derramar ni una gota del jugo que acababa de depositar en ella. Descarté tragarlo; pensé en ir al baño y escupirlo, pero al final tuve una idea mejor: la mezcla de su semen y mi saliva iba a servir de lubricante para la mejor paja que me había hecho hasta entonces.

Lo repartí bien por mi polla y comencé a moverla hasta que estallé rememorando lo que acababa de pasar. Y, mientras tanto, Alfonso seguía ahí, a mi lado, llenando la habitación con su olor.

Su verga siguió dura un buen rato, hasta que, lentamente, fue retirándose a su cueva. Para no levantar sospechas, volví a pasar el botón de su bragueta con sumo cuidado. Completada la misión, no tardé en quedarme dormido.

Por supuesto, nunca mencioné el tema con él, ni lo he contado a nadie hasta hoy.

Pero el recuerdo venía a visitarme con frecuencia acompañado de aquel intenso perfume. Nunca sabré si dormía o solo lo fingía, pero si sé que gracias a mi amigo Alfonso gocé de uno de los momentos más morbosos de mi vida. Cómo iba a imaginar que no sería el último.

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